Cada uno de los últimos cuarenta días ha sido un regalo. Una especie de paréntesis en donde se me ha invitado a sentarme y escribir. A marcar mis días. A acordarme que sí, puedo tener un hábito de escritura: que esto es lo que hago cuando procrastino y es lo que me hace feliz.
Anoche, mientras perdía un poco el tiempo en las redes sociales tuve una "revelación": me encajaron ciertas fichas en mi cabeza que no había podido acomodar en los últimos meses o quizá años. Eran de la tesis - de esa espada de Damocles que (todo indica) ahora sí me voy a quitar de encima.
Pocas horas antes, había ido a tomar un café con alguien que me pidió que no contara más de lo que me pasaba al verme los ojos hechos agua. Y agradecí caminar a su lado por las calles recién lavadas del barrio sin tener que hablar. Unas horas después, ya en la cama, recibí un mensaje. Dos de mis ángeles guardianes estaban abajo de mi ventana, queriéndose, queriéndome. Bajé por un abrazo y volví a buscar la calma, el sueño, la claridad.
En estos cuarenta días he aprendido más de mi que en muchos días y meses y años anteriores. Me he visto en los ojos de otros y he aprendido dos frases de platino: "Si no encuentras nada bello en ti, busca otro espejo" y también "no te hagas a tí lo que no permitirías que le hicieran a otro".
Ahora el blog suena como un libro de autoayuda, pero supongo que es solamente la conciencia de crecer, de lo que se termina, de las cosas que aún no empiezan. Este post marca el inicio de otro reto mucho menos confesional y más técnico que, igual, llegará a buen puerto. No sólo porque yo lo quiero: porque tengo manos que me sostienen para llegar ahí. Esos, mis más grandes realos.
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