Cuando era niña, aprendí a no tenerle miedo al Diablo y a la Medusa (los rottweilers de mi tío) porque mi mamá decía que los perros olían el miedo. Poco a poco comencé a acercármeles, para que vieran que no había desafío en mi cercanía. Llegamos a tal nivel de confianza que me prestaban a sus crías para que las viera y yo me paseaba por la huerta cabalgando sobre el lomo del majestuoso Diablo.
Pero a ellos les falló su olfato en un momento clave: alguien los envenenó, aventando un pedazo de carne por sobre el muro. Se lo comió Diablo, se murió, y a los meses se murió la Medusa, de tristeza. Todavía cuando cuento la historia me pongo triste yo.
Creo que además del miedo, también se huelen otras cosas (además de las obvias como la falta de higiene, el exceso de ejercicio o el sexo). Se huele, por ejemplo, la tristeza. La añoranza. La pérdida. La soledad. Y los perros y los niños son buenos para detectarlo.
Esta tarde en la playa, mientras leía, tuve varios compañeros poco comunes. No los conocía, pero quizá se sorprendían de ver a alguien solo en una tarde de sol, con tantos grupos, tanta gente alrededor. El primero fue Pablo. Sé cómo se llama porque su mamá lo reñía a gritos mientras él se acercaba a mi con paso vacilante. En la mano, traia una pala de arena. Y de vez en cuando, la hundía en la playa y lanzaba hacia mi dirección un montón de arena que se diluía en el viento. La madre no hablaba conmigo, hablaba con él. "Pablo, deja de hacer eso, ¡ven aquí!". Y Pablo seguía, pianpiano, caminando hacia mí. Sin soltar la pala. Sin dejar de mirarme. Hasta que vinieron y se lo llevaron, sin más contemplaciones.
Más tarde, caminando Paseo Marítimo arriba, tuve la sensación de que se me acercaban demasiados perros. Quizá estaba caminando de una forma muy érratica o efectivamente tengo una cosa en la cara o en el cuerpo que no he descubierto, pero me parecía que los hocicazos que me daban no eran más que un apretón de mano, una patita sobre mi para decirme: "tranquila. También nosotros estamos aquí".
Llegué a casa y aún siguen olores vivos por ahí que me causan añoro. Alguna camiseta entre la ropa sucia. El tabaco en la cocina. El té negro por la mañana... están y desconciertan, pero sirven. Todos los olores sirven. Lo importante es, a diferencia del Diablo, saber diferenciar aquel olor que, si no tienes cuidado, podría matarte.
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