Yo tengo una enfermedad muy mala que se llama el síndrome de la hospitalidad. Me da por recibir gente en mi casita e intentar que se sientan como en la propia, aún contra mis necesidades o mi comodidad. Desde que vine a vivir a Barcelona y después de que recibí a alguien que ni siquiera me caía bien, decidí que recibiría a mis familiares y amigos cercanos pero nada más: nada de que al amigo del amigo del amigo.
Hace unos días rompí esa promesa que tenía conmigo misma a petición de una gran amiga mía. No supe cómo decirle que no me hacía gracia recibir a un amigo suyo, mucho menos porque venía acompañado de otro amigo. Estuve intercambiando emails con el susodicho y finalmente me dijo que llegaba la semana pasada... sí, a menos de siete días que yo tuviera que entregar mi tesis.
El "viacrucis" empezó cuando tuve que ir a buscarlos al autobús del aeropuerto. Podía ser cualquier cosa: yo sólo buscaba dos mochileros con cara de canadienses (lo que sea que eso significara). Les había dicho que yo tenía el pelo azul (forma fácil de reconocerme). Finalmente, se bajaron del bus dos chicos con sendas mochilas identificadas con sendas banderas de Canadá que se dirigieron hacia mí.
Los acompañé a casa. Traté de explicarles cómo iba la ciudad, la organización, tal. Me imaginé que llegaríamos a casa y saldrían corriendo a ver cosas. Pero no... oh, no. Qué equivocada que estaba.
Yo necesitaba tranquilidad para trabajar en la tesina. Silencio. Y ellos hablaban a gritos. Eran monos y simpáticos, pero hablaban a gritos. Lo que más les preocupaba era tener una conexión de Internet. Y duraron literalmente horas hablando por teléfono. Y salían a pasear y regresaban con cara de susto.
Al otro día se quedaron en casa hasta las dos de la tarde, lavando ropa. Mientras yo, por supuesto, dale que te pego a la tesina en mi habitación, encerrada, con mi cara de "no me hagan ruido por favor". Pero mi cara no servía de nada. Me obligué a no hacerles de comer ni nada - tengo que aprender a limitar la hospitalidad porque si no todo se va al horror. En la noche, presa de un ataque de agotamiento, intenté zafarme de la cena que había acordado con ellos pero no pude. Acabamos en un sitio de tapas donde no podían creer que el pulpo se comiera. Lo que más les gustó fueron las croquetas.
No eran malos chicos, no. Pero había algo en ellos que me incomodaba. Quizá su presencia perenne en casa. Quizá que uno de ellos me dijo "quería salir de viaje para salir de mi burbuja" antes de tomarse una cocacola de dos litros y hablarme de Egipto como si fuera una película de acción. No lo sé. El hecho es que ayer, yo con mi resfriado permanente y mi cansancio mental, lo que quería era que se fueran. Pronto.
Me dijeron que tenían que tomar un tren temprano esta mañana. Yo los desperté y los escuché trajinar durante más de una hora. Después, a grito pelado, me dijeron que ya se iban. Y me puse algo encima de la pijama para acompañarlos a la puerta y dejarlos salir.
Hace algo así como treinta minutos los dejé en la calle y, casi literalmente, les dí la bendición. Sin embargo, evité todas las frases hechas como "esta es su casa, vuelvan cuando quieran". Me estoy volviendo viejita, intolerante o yo no sé qué. Pero necesito mi espacio. Y no me gusta que me lo okupen.
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1 comentario:
NO NO NO, nada de viejita ni intolerante... lo que pasa es que los mexicanos y nuestra maldita educación de "hospitalidad" y de dar todo por el visitante. Y la neta es que no, hay que poner límites. Y así como tú, yo ya me pongo "mis moños" en recibir gente. Si son chompas próximos, a huevo, hasta me duermo en el suelo para que ellos tengan camita acolchonadita; pero sin son amigos de mis amigos de los primos de mis amigos, NEL, "no tengo espacio". Que se busquen un hostal. Jijiji.. así, sangronsona!
Besos!!!
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