Anoche rompí mi norma de los sábados caseros. Después de levantarme a las seis de la mañana para dedicarme a una serie de ocupaciones sociales, para las ocho y media de la noche que regresé a Barcelona estaba exhausta. Pero tenía esperándome en la taquilla del Liceu un solitario boleto para ir a ver al Nederlands Dans Theater.
Supongo que como una gran cantidad de niñas, yo tomé clases de danza cuando era chiquita. De hecho, cuando era MUY chiquita. Nací con un problema en mis piernas (mis pies se miraban permanentemente entre sí) y además del típico aparato estilo Forrest Gump, a mis papás les recomendaron que me llevaron a tomar clases de ballet clásico. La típica primera posición podría ayudar a mis piernas, aún maleables y suavecitas, a recuperar la forma "normal".
Comencé a bailar cuando tenía dos años. Y entre los primeros recuerdos claros que tengo de mi vida era la sensación de libertad que me daba esa ropa pegada al cuerpo, lo mucho que odiaba que me peinaran tan pegado a la cabeza y lo bien que se sentía dar de saltos contra la duela del salón. Me encanta. A pesar de que lo dejé pocos años después - a los 6, quizá - todavía hoy me atraen de manera enfermiza las zapatillas, los grandes salones con espejos y, por supuesto, los espectáculos de danza.
Debo confesar, sin embargo, una cosa: ir a ver danza me sume en un ridículo estado de envidia. Encuentro mi cuerpo un poco más torpe - repito, torpe, no viejo - y envidio la capacidad de los bailarines de realizar formas que no puedo ni imaginarme. Me encanto con los trazos de los coreógrafos, que logran que el cuerpo se transforme en otros cuerpos.
Hace meses, en los viajes a Holanda, conocí al NDT. En La Haya, tienen un teatro y una escuela diseñados y hechos especialmente para la danza contemporánea. Y se dedican todo el año al montaje e investigación de nuevos espectáculos. Después de aquel show, me prometí a mi misma que no dejaría de verlos: que necesitaba volverme a sentir así de impresionada (piel de gallina y todo) por las capacidades de movimiento del cuerpo.
La semana pasada ví que venían a Barcelona. Al teatro del Liceu. Temí (y con razón) por los precios. Y aunque me encanta invitar a amigos a ver estas cosas, esta vez temí. En Holanda lo ví con alguien que, como yo, se fascina con estas cosas. Y me cuesta argumentar in situ porque me gusta: sólo pretendo disfrutarlo.
Finalmente, me puse a buscar boletos. Y encontré, en medio del alud de boletos carísimos, UNO para la función del sábado en la noche que costaba quince euros. Estaba en el cuarto piso - casi lo que llamaríamos el gallinero. Pensé que podría ser históricamente malo. También que, por quince euros, valía la pena probar. Tenía el sábado lleno pero, para la noche, ya tendría que estar de regreso.
Corrí como una loca para llegar a recoger el boleto. Pero al verlo en mis manos me dí cuenta que estaba 45 minutos adelantada. En plena Rambla, rodeada de señoras con abrigos de pieles. Sin nadie con quien comentar mi expectación. Un poco desconcertada por mi orfandad, por mi propio mutismo. Subí la escaleras hasta el cuarto piso, la loja 414, sillón 34. Todos esos cuatros (el cuatro me gusta) me debieron haber dicho que el sitio era bueno.
Efectivamente, estaba muy arriba. Tenía una vista casi cenital del escenario. Me leí los programas, los anuncios del Liceu, jugue con el teléfono, mandé mensajes. Cuando faltaban 15 minutos, comenzaron a llenarse los lugares a mi alrededor. Un montón de señoras entre 60 y 70 años que parecían conocerse. Hablaban como si se vieran cada cierto tiempo. No pude evitarlo y pregunté: resulta que eran dueñas de los abonos - que tienen los sitios asignados. Yo conseguí el boleto porque alguien que tienen el abono no quiso o no pudo venir y lo puso a la venta en taquilla. Estaban expectantes, pero no tenían muy buenas expectativas. Yo le dije a mi vecina que a mí me encantaban. "Me tranquilizas", me dijo. "La verdad es que no sabía qué esperar, porque a veces con lo de danza traen unas cosas muy raras. Espero que la música sea buena. A mí no me gusta esa música moderna monótona y con ruiditos: es lo que más odio".
Me quedé muda. La primera pieza, Silent Screen, coreografiada por Lightfoot y Leon (los que yo ya había visto en La Haya), tenía música de Phillip Glass. En el momento, temí que se fueran a alzar indignadas en cualquier punto de los 45 minutos de la pieza. Cayeron las luces. Me encantó ver como mis ojos, acostumbrados a las elegantes y recargadas lámparas del Liceu, las siguieron viendo unos segundos después de que les habían apagado la luz. Pero se distrajeron de inmediato con una lámpara en el fondo del escenario: la que proyectaba sobre una pantalla enorme una escena de playa.
No hay una historia que contar. Hay en mi memoria una sucesión de imágenes con cuerpos de hombres y mujeres delgados como fuertísimos, que se apoyan en la música de Glass para dar una sensación de modificación, de cambio, de cercanía o de distancia. Me acuerdo de las pantallas. Me acuerdo sobre todo del reflejo de los cuerpos: los veía desde tan arriba, que tuve la sensación de que el escenario era un gran espejo que me permitía duplicar a los bailarines e imaginármelos también de cabeza, recorriendo el foso.
En algún momento, una bailarina salió del foso con un vestido enorme, que lo cubría todo. El espectáculo era blanco y negro, con toques de rojo. Mis ojos eran pequeños, mi capacidad de visión lamentaba no ver sus caras, no cubrir también la cuidadosa coreografía de sus cejas y las comisuras de sus labios. Pero recordaré siempre ese vestido enorme cubriendo el escenario y después desapareciendo por obra del aire y una cierta levedad.
Es eso. La levedad. Es lo que me encanta. La capacidad de los bailarines del NDT de hacer sentir a quien los ve que sus cuerpos no es que sean muñequitos como los de la danza clásica, sino hojas de papel, plumas y alquiltrán - como la otra pieza, Tar and Feathers, de Jirí Kylián - que estaba también en el programa. De esta me quedo con las evoluciones en donde las bailarinas son tan fuertes como sus compañeros y los sostienen para hacer extrañas figuras bicolores de cuatro extremidades, una especie de arañas mutiladas, que recorren el escenario. Con eso, y con el sonido de ese plástico de burbujas que se usa para embalar, pegado al escenario, sobre el cual bailaban, logrando al mismo tiempo impactar y generar ansiedad en los espectadores que, pegados en nuestras butacas, queríamos también romper algunas de esas burbujas.
Mi función estuvo salpicada de bufidos y comentarios de desagrado de mis compañeras de sección. "Claro, son muy buenos técnicamente, pero esa música es terrible. Lo que quieren es desesperar". Yo sonreí amablemente y me quedé sentada. No quería encontrármelas en las escaleras. Me quedé hasta ver el teatro medio vacío y después salí caminando. Entre el sueño de haberme despertado tan temprano y la ensoñación del espectáculo, llegué a casa con una sensación de ser más ligera. Como si verlos bailar me hubiera hecho acordarme que lo que pesa en nuestro cuerpo son los amarres que echamos al suelo, las expectativas de nuestro futuro. Que es cuestión de olvidarse de lo que "debería de ser" para volver a caminar ligero, incluso de puntitas.
22.3.09
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