Como
muchas personas en el mundo, tengo el tic de esperar que la gente sepa
mágicamente qué quiero o qué necesito. Y de camino a Barcelona, en el avión,
escuchando un podcast sobre integración educativa e intentando no ponerme
nerviosa con el movimiento, de pronto en la línea más profunda de mi
pensamiento quedó claro qué necesitaba: que alguien fuera por mi al aeropuerto.
Que alguien me llevara a esa casa que sé mía pero todavía no encuentro mía. Que
alguien estuviera ahí para darme la bienvenida.
La ciudad, desde el Belvedere |
Me fui
en un taxi que me costó casi lo mismo que un boleto de avión. La conductora me
contaba que estaba a 11 meses de jubilarse y tenía 25 años en el taxi. Me riñó
diciendo que era la peor hora para tomar un taxi hasta el otro lado de la
ciudad: “estas tomándolo a la hora más cara de la semana”. Me explicó cómo
funciona Barcelona, la características de los catalanes y de los granadinos
(como ella). Me preguntó a qué tipo de españoles nos parecemos más los
mexicanos. No supe qué contestarle. Me contó que mi nuevo barrio hace 20 años
era muy peligroso: “pero bueno, que a ti no te pase nada”. No fue muy
reconciliador, la verdad.
Pero
llegué. Y subí la maleta por la escalera y me encontré todo igual o mejor de lo
que lo había dejado. El aloe, que tenía un grave caso de exceso de sol cuando
me fui, está estupendo gracias a los cuidados de Mertxe. Todo igual, la casa
igual, pero todo diferente.
Y al
final, con lo del taxi, pasa lo mismo que con la tesis: creo que a veces,
muchas veces, me ha faltado saber detectar qué tipo de ayuda necesito y
pedirla. A ver si en los próximos días me encuentro con las palabras… y con taxistas de tesis un poco más optimistas
que mi taxista de realidad.
La
tesis: el domingo hice poquísimo, pero logré sentarme y abrir el ordenador y
terminar de traducir un par de páginas del segundo capítulo. Después a dormir,
pensando en la semana.
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