Cuando
abrí el primer ojo supe que algo estaba mal: me sentía muy, muy mal. El cuerpo
cortado, la cabeza dando tumbos, la boca seca. Quizá una copa (o varias) de
más. Levantarse y luchar contra el calor y la casa nueva para encontrar un
analgésico y volver a la cama. Dormir más. Calor. Dolor de cabeza. Agua…
necesitaba agua.
Así que
me sumé a un plan playero y, con calma, fui hacia la playa. No pude encontrar
qué llevar para leer: la primera parte de la tesis ahí, impresa, esperándome, y
yo sin ganas. Ni de novelas. Pensé en un diario o una revista, pero tendría que
comprarlas en el camino. Mientras esperaba al metro, vi en el anden a un trío
que no me gustó: no sólo porque se habían saltado el torniquete para pasar sin
pagar. Había algo en sus movimientos que me exigían que estuviera alerta. Uno
de ellos tenía la misma cara de resaca que yo, pero aún así se movía detrás de
los otros un poco como un felino, un bastante como un reptil.
Subí al
tren, casi vacío, y me senté donde pudiera verlos. Abracé mi bolsa como si
tuviera algo importante. Sentía un hueco en el estómago y un palpitar que
pasaba del vientre a la garganta. Cuando subieron unos rubios muy vestidos de turistas vi como se
desplazaban y se colocaban rodeándolos, buscando algo. Pero no encontraron la
manera. Y se cambiaban de una forma a otra a lo largo del anden, de una manera
que me recordó a las hienas del zoológico. De pronto, en una estación salieron
corriendo y vi como rodearon a una pareja y el chico, que los había visto, dio
un manotazo por detrás del bolso de su novia. Salieron hacia el otro lado del
anden… el tren salió. Él, excitado, le explicaba cómo habían intentado
robarles.
En la
estación donde hice el cambio, avisé que había visto un grupo de chicos que
parecían sospechosos. “¿Y cómo eran? ¿Rumanos o moros?”, me dijo el policía. Me
negué a hacer racial profiling, a
pesar de saber que le estaba pidiendo al hombre un imposible: detectar a un
grupo de tres sospechosos.
Todo el
día me acompañaron la resaca y la sensación de miedo en el estómago, que se
hacia cada vez más grande (la resaca). Sólo en el agua mediterránea pude
olvidarme un poco.
La
tesis: con la resaca, los fantasmas crecen exponencialmente. Otra vez incapaz
de leer más que por encima, sobresaltada, agobiada. Me dijo la cómplice: “No
busques pretextos – estás nerviosa y estresada y se vale. Pero vas a salir de
esa”. Quiero creerle, de verdad.