Cuando comencé a dar clases, el segundo año, tuve un grupo ingobernable. No creo que se imaginen si quiera las veces que llegué a mi casa a llorar, desesperada, por no saber cómo explicarles, cómo lograr algo de atención. Como en todos los grupos, siempre había unos pocos alumnos que tenían interés... o lo fingían. Terminamos el año y seguí viéndolos en la universidad.
El año pasado, sin saber que era mi último curso, regresé al mismo grupo. Era su último año de universidad y me tocaba explicarles métodos de investigación y ayudarles a guiar su trabajo final de grado. Eran más grandes, casi-casi adultos, pero igual ingobernables. Yo, un poco más dura, ya no lo viví tan mal... en realidad, hasta lo disfruté. Disfruté mucho ese último semestre de clases: hice cosas que nunca antes, los llevé a la calle, fuimos a un museo, discutimos de investigación, de noticias, de lo que querían hacer en el futuro... Con algunos, los acompañé en el proceso del trabajo final y vi incluso sus últimas versiones.
Hoy en el metro, levanté la vista y me encontré con uno de ellos. Curioso, inquieto y contestón, pero sobre todo muy clavado en sus cosas. Le llamé por su nombre y le dio gusto verme también. Y me contó todo lo que está haciendo, que gana poco, que quiere hacer un master, que le fue muy bien en su trabajo final y luego me dio un beso antes de irse.
Me quedé tan contenta, tan agradecida. Si algo de esa curiosidad, de esas ganas de ser mejor, creció un poquito en mi clase, sólo eso, vale la pena de haber dado esas clases.
La tesis: a la espera. La neurótica espera.
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