Han sido días de recuperación de los recuerdos. Aquellos cuidadosamente guardados en el fondo de la memoria que despiertan con un olor, con un sonido. Con un lugar que, aunque insistas, ya no se parece a entonces. Porque el jardín de tu infancia ahora es infinitamente más pequeño. Porque los amigos de entonces ahora son inesperadamente otros. Porque la que te mira desde el espejo se parece, pero duda más que nunca.
Y con parte de la nostalgia, vuelves a los rituales. No sólo a aquellos que conservabas (hacer la cama, cepillarte los dientes, leer hasta quedarte con el libro en la nariz...); sino también los que habías olvidado, casi: llegar a la casa sudorosa con la mochila (ahora bolso) y lavarte las manos antes de sentarte a comer. Entrar a una iglesia, a mediodía, caminar hasta el altar y encontrar un recipiente con ceniza. Dejarte marcar mientras escuchas aquello de: "polvo eres y en polvo te convertirás".
Al salir a la calle, está todo el polvo - el de la ciudad de tu infancia, el de los recuerdos, de la papelería que ya no está, de la vialidad que ha cambiado, de los cines que han desaparecido dejando lugar a iglesias de otras denominaciones. Y tú te acuerdas que había una buena razón por la cual uno hacia una cosa durante 40 días - para ver si lograbas crear o romper un hábito.
* * * * *
N, con sus ojos iguales a los que teníamos cuando estábamos en educación infantil, me pregunta: "¿estás lista para irte?". Nunca se está listo. Y nunca uno deja de irse. Siempre nos estamos yendo. Imagino. Creo.
Suscribirse a:
Comentarios de la entrada (Atom)
No hay comentarios.:
Publicar un comentario