Mi pasaporte, extracomunitario, es una muestra de mi vaivén en los últimos años. Cada vez que cruzo la frontera para ir a cualquier sitio, me lo sellan. He necesitado varios visados además del omnipresente visado americano y, de alguna manera, me enorgullezco cuando los oficiales de migración me miran alternando mientras pasan las hojas llenas de sellos.
A partir de mañana, eso será distinto.
Después de casi cuatro años de trámites, ayer pasé al Registro Civil y me dieron una nueva acta de nacimiento, conforme la cual sin renunciar a mi nacionalidad mexicana opto por tener también la española, con vecindad civil catalana (quisiera explicar bien esto último, pero no termino de entender las consecuencias). Después de haber pasado la fila en el Registro, me envalentoné y fui a sacar una nueva hoja de empadronamiento con los datos de mi nueva casa. Y luego, en la noche, me salté a la torera mi cita para el pasaporte y la tarjeta de identidad porque me dí cuenta que la oficina de la policía estaba vacía.
Éramos yo y un chico que tenía su DNI vencido desde mayo pasado. Nadie más. Y los funcionarios fueron rápidos y amables. Y, con una foto un poco fea y una lluvia que no para, salí armada con mis dos documentos que me identifican como española, como europea.
Quizá lo que más me dolió es que se quedaron con mi tarjeta de Identificación de Extranjero. Era un número lindo el que tenía. Ahora miro mi DNI como española y me da un poco de risa - es cierto, fueron muchos años esperándolo. Ahora que lo veo es como si no me perteneciera.
Pero supongo que me acostumbraré a ello como uno se acostumbra a un corte de cabello o a los kilos de más que vas ganando con los años. Imagino, por lo menos.
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