Pocas cosas que me
causen más angustia que la noción de que tengo que meter toda o
parte de mi vida en una maleta. Esta vez han sido dos meses,
incluyendo – como bien dijo Alex – Navidad y mi cumpleaños, con
lo cual las cosas que querían irse eran muchas más de las que
habían llegado. Y también se iban otras cosas.
Se quedan los líquidos
pesados y algunos libros. Me llevo lo que necesito para escribir una
tesis: papeles, resúmenes, ánimos, regaños, la incredulidad de los
que creen que eso de hacer una tesis doctoral es unjuegodeniños y que
debí haber terminado hace tiempo. Me llevo las ganas de quedarme y acomodo sobre la cama las ganas de irme (no las encontraba. Salieron hace
un par de horas mientras imaginaba mi casa, la de allá). Me llevo
las bendiciones para que mi vida allá sea buena y dejo las
recriminaciones sobre lo egoísta que es estar tan lejos.
Las maletas pesan. Las
despedidas pesan. Miro mi cama, esta cama, y pienso en la otra, la
mía, la que yo compré, en la que dormiré pasado mañana... porque
mañana será un tránsito – el tránsito de no saber exactamente
quién, dónde o cuando. Pero la certeza. Las ideas. La esperanza de
que mañana.
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