Era el segundo avión del día, después de casi diez horas de viaje. Antes de aterrizar, desde mi privilegiada ventana, veía la nieve que se había acumulado la semana anterior en Nueva York. Ni pensar en ir a visitar a mis amigos, ni pensar en darme un tiempo. Era un tránsito, otro más. Pasar de un avión a otro para cruzar de un continente al otro.
Al salir del avión, sentí frío pero poco - le ganó el aire acondicionado del aeropuerto. Ya iba yo demasiado complicada con la maleta, la mochila, como para también sacar el abrigo. Pero tocó salir de la terminal y esperar, en el viento pleno, para subir a un autobús atestado que me llevaría a la terminal cuatro.
Fuí la última en subir al autobus. Torpe como soy - más cuando viajo - golpeé a alguien con mi mochila y al final logré acomodarme en un huequito. Un chico delante de mí, alto, moreno, se dió mediavuelta y me preguntó: "¿está todo bien?", después de un frenón del autobús. Le dije que sí y bajé los ojos.
Entonces y sólo entonces, comencé a llorar.
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