Rotterdam amaneció soleado. Así como ayer había atardecido con un sol enorme cayendo sobre el puerto. Temprano, como para ir a trabajar, levantamos mis maletas, me despedí de los gatos y, casi en silencio, salimos hacia el aeropuerto. No había mucho que pensar: en quince minutos estábamos ahí.
Tiene un letrero enorme que dice "Rotterdam" en rojo, en mayúsculas. Justo debajo hay una especie de cubierta de madera con banquitos para hacer picnic y ver despegar y aterrizar a los aviones. Algo así como lo que había en Guadalajara cuando yo era niña.
Hay una sola zona de abordaje, una cafetería y una tienda. También, para los ociosos como yo, internet inalámbrico gratuito. Entre eso y el libro de 900 páginas que no puedo terminar, se me acabó la espera. Caminé hasta mi avión y desde la ventana del asiento 9A de un vuelo con destino a Girona ví a una clase entera de preescolar jugando en la cubierta: llevaban puestos chalecos fosforescentes y algunos tenían gorros de capitán, otros paletas como las que se usan para dar instrucciones a los aviones. Corrían moviendo los brazos como gaviotas detrás de un profesor que, en comparación con ellos, parecía altísimo.
Habían comenzado a comer el almuerzo cuando el vuelo con destino a Girona comenzó a rodar por la pista. Ví por última vez las enormes letras rojas y pensé que los aeropuertos así, pequeños y amables, son mucho más lindos. Me acordé de cuando en primero de primaria nos llevaron a Tlajomulco en tren, cuando estábamos estudiando los medios de transporte. Miré a la jovencísima azafata con su pulsera de perlas y su andar decidido por los pasillos, su sonrisa de anuncio de Colgate. Me quedé dormida poco después del despegue, sin buscar entre las nubes ningún otro mensaje.
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