6.4.09

Eterno resplandor

A mí no me gusta que se me olviden las cosas. Quizá en una especie de temor de lo que puede ser en el futuro el Alzheimer, de hecho trato de acordarme lo más posible de todo, de retener datos, caras, passwords, imágenes... soy de aquellos que creen que lo único que nos llevaremos a la tumba (o en cualquier caso, a una cama de hospital, a un asilo) son los recuerdos. Soy de aquellas que arriesgan la piel y la posibilidad dolorosa del fallo a fin de tener algo cálido y sereno a lo que aferrarse. Soy de los que toman muchos fotos y las miran, para ver si le pueden dar más pistas o más sonidos o más recuerdos de lo que había antes ahí.

Parece que hay recuerdos demasiado turbios - yo soy afortunada, entonces. Imagino que el hecho de no quererme olvidar de nada de lo que he pasado es un síntoma claro de lo buena que ha sido mi vida. Pero, ante la realidad de que hay mucha gente que no lo experimenta así, ahora la neurociencia está buscando la manera de borrar los malos recuerdos.

Estaba hoy leyendo el New York Times y no lo podía creer - me imagino qué pensarán Michel Gondry y Charlie Kauffman. La nota parece parte de su guión de Eternal Sunshine of the Spotless Mind. Y para solucionar mi desconcierto, me levanté de frente a la computadora y fui hasta el baño, a verme en el espejo. Sí, ahí estaba yo: con mis dientes chuecos, mi nariz torcida y mi cabello azul. Con mis arruguitas alrededor de los ojos y mi cara sin maquillar. Me dio mucho gusto no haberme olvidado de nada.

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