Soy incapaz de decir en dónde está, pero sé que el pueblo se llama Oss. Es curioso - cuando lo pronuncio, me suena como al sitio a donde llegó Dorothy. Y algo tenía de eso.
Es un suburbio precioso. Fui a recorrerlo con uno de los magos que lo planearon - me explicó cómo las casas se habían construido para distintos presupuestos, cómo se habían imaginado que los canales recorrerían los parques para encanto de los niños; cómo el camino de las bicicletas llegaba hasta el bosque y cómo las calles habían sido diseñadas para que pudieran caminarse y para que la gente supiera dónde estacionar su coche instintivamente, pensando en no molestar ni a sus hijos ni a sus vecinos.
Era domingo. Dentro de las casas, había fiestas de cumpleaños, barbacoas, televisores encendidos. No tiene tiendas porque se trata de intentar que la gente vaya a comprar al centro y no se muera el pueblo. No tiene muros alrededor - eso no existe aquí - pero la gente se ve y se siente segura. Feliz. Los niños andaban en patines y bicicletas solos, entre los coches, riéndose, gozando los raros rayos de sol.
Me quedé mirando a una casa de tres plantas, con enormes ventanas desde donde seguramente se vería todo. Husmée. Adentro vivía un gato, lo ví. Y seguramente niños (me lo dijeron los patines en la entrada). El comedor era precioso. Y las flores afuera y adentro también. Parecía una buena casa, con dos autos estacionados al frente. En un lugar calladito. En un mundo aparte.
Él, orgulloso, me enseñaba las orillas de las calles y me pedía que me imaginara cómo se vería un paseo cuando los árboles que seguían siendo pequeños y tímidos, siguieran creciendo. Le pregunté que si le gustaría vivir ahí. Me dijo que no, que le gustaba el proyecto, pero no se imaginaba en un microcosmos como ese.
Volví a mirar los niños, las casas, los perros, las camionetas, los gatos, los jardines perfectos para hacer barbacoas perfectas. Y pensé en la de veces que eso me había parecido una vida apetecible - perfecta, sí. Esposo, niños, perros, coches --- vamos, que casi podía oler las galletas que se estaban horneado en esos preciosos hornos con cocinas impolutas. Me miré las manos: tengo otra vez las uñas largas, perfectas, como de señora de mi casa. Me concentré en ellas. Y en el sueño de una vida en suburbia.
Quizá mis manos digan que todavía no estoy lista para dejar mi sueño rosado de barbies con casas de tres pisos, niños, perros y descapotables. Quizá no pueda evitar a veces desearlo, aún. Pero después de que ayer me perdí en una ciudad desconocida y seguí sintiéndome parte de ella, lo entendí todo: aunque me duela en el alma, aunque la estética me encante, no es lo mismo. Es como lo mucho que me gustan los zapatos de tacón y los vestidos de fiesta y lo poco que me los puedo poner, o lo rara que me siento cuando los tengo encima. Puedo tenerlo a veces, pero a mí lo que me gustan son los jeans, los converse y salir a comprar el diario a la esquina y caminar al súpermercado y al museo. Contra todos los pronósticos, los cuentos de hadas y los capítulos de The Wonder Years resulta que no soy material de suburbio. Y que no, Dorothy, ya no estamos en Kansas.
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1 comentario:
Es increible lo mucho que me puedes remitir a mis viejos anhelos, a mis secretos temores y a mis realidades,las de años atrás y a las actuales,tanto que a veces duele leerte, pero lo sigo haciendo porque también he disfrutado y reído muchas ocasiones y te debo una o dos monerías que mi acompañante alguna vez me agradeció mucho.Que bueno q te atreviste a tus mechas azules,yo también anduve por la vida un tiempo con unas "rosa fantasía". Saludos desde el trópico humedo mexicano.
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