Desayunamos cualquier cosa en casa, de prisa y corriendo. La primera labor de lunes fue confirmar que mis citas realmente seguían en pie y que nadie había decidido dejarme sin trabajo cortesía de la “epidemia”. Yo recibí varias llamadas desde Guadalajara preguntando que si queríamos salir huyendo ya del DF. No es el caso: yo insisto en que no me parece que todo sea tan grave. Hay que tomar precauciones, sí, pero no sufrir hasta la muerte en el proceso.
Para aprovechar mejor el día, decidimos que J y yo nos dividiríamos la ciudad: yo me iba a trabajar y ella a intentar conocer lo más posible del Centro Histórico. Primer paso, entonces, comprar otro móvil para poder estar comunicadas. Lo hicimos a dos calles de casa, con un chico muy simpático que, en su distracción de lunes por la mañana, nos dio el doble de cambio. Salimos, reflexionamos, y se lo regresamos. Por que era una barbaridad de dinero, la verdad.
Nos despedimos y salimos en direcciones contrarias. Yo me monté en el metrobus, que iba extrañamente vacío. Al entrar me dieron un tapabocas junto con una hoja de recomendaciones (en dónde no estaba usar un tapabocas). Me lo puse hasta que me empecé a morir de calor. Me senté en un asiento individual con ventana. Y miré por la calle.
De pronto ví cómo cientos de personas salían de sus oficinas, muchos con sus tapabocas. Mi mente de paranoica dijo muchas cosas demasiado rápido – y la última que escuché fue “¡qué gente más loca! De por sí todo mundo ya está tan nervioso y ahora hacerles participar en simulacros masivos…”. Esto lo único que confirma es que soy una pésima escritora de ciencia ficción. Bajé en Cuicuilco, entré a la plaza, miré a los animales que están en el mini-zoo de las oficinas de Inbursa (ventajas de ir a pie) y luego tomé un taxi hacia mi reunión. En ese momento comencé mi investigación de los taxis - ¿qué le parece a usted esto de la influenza?. “Pues nada, señorita… no se preocupe… yo creo que la gente está más nerviosa de lo necesario. ¿Sabe que creo yo? Que es una cosa inventada por el gobierno para que nadie se dé cuenta de lo duro de la crisis: la gente de todas maneras no tiene dinero, así que no iba a comprar. Si no están abiertas las tiendas parece que el bajón en el consumo es culpa de la influenza y no de la crisis. Eso es lo que creo yo”. Teoría de la conspiración número tresmildoscientosveinticinco.
Llegué a las oficinas - me recibieron sin problema a pesar de mi falta de tapabocas. La secretaria de mi entrevistado me saludó de lejos y me ofreció una botella de agua, antes de desgranarme todo los casos horribles y las posibilidades de más pánico que se nos venían encima. También ella me explicó que mi “simulacro masivo” había sido en realidad un temblor de 5,7 grados. Lo que nos faltaba. Hablé casi una hora con mi entrevistado, quien tampoco me dio la mano ni para saludarme ni al irme. Me despedí con una reverencia (mentira, esto último es una exageración) y subí a otro taxi.
Buscando la siguiente teoría de la conspiración, volví a preguntarle qué pensaba. Él tampoco tenía un tapabocas puesto. “Pues no sé, oiga… un poco exagerado sí qué es… quién sabe qué querrán hacer… hoy se subió aquí un muchacho que me dijo que dizque trabajaba en Gobernación. Según él, lo que pasa es que quieren distraer la atención porque el gobierno va a hacer pruebas nucleares”. Lo que no me supo decir mi jovencísimo taxista – padre de una niña de año y medio cuya foto colgaba del retrovisor – fue en dónde serían las famosas pruebas.
Mi siguiente reunión era en un edificio del gobierno local. Ahí el portero simplemente no me dejó entrar hasta que no me puse correctamente un cubrebocas que me dio. Esperé un rato muriéndome de calor, tuve mi reunión y después salí caminando por las calles del centro con una amiga que trabaja y vive ahí. Nos moríamos de calor. Veíamos a todos lados y éramos del 20 por ciento de la población con la cara cubierta. Discutimos un poco las teorías de la conspiración antes de llegar, comimos algo hecho en casa y esperamos a J. Las tres nos reimos de las ocpiones más extrañas que ya habíamos escuchado.
Salimos después de comer a seguir caminando por el centro de la ciudad. Entramos a varias tiendas con enormes descuentos. Nos morimos de calor – está prohibido prender los aires acondicionados . Después de comprar algunas cosas tomamos un taxi para venir a casa. Ese taxista fue aburrido – no tenía ganas de charlar.
Estuve un rato en casa descansando y después salí con B a tomar un café. Nos encontramos con que casi todo estaba cerrado, pero al final logramos llegar a un sitio abierto. Pedimos y nos sentamos. A la mitad de la cerveza, cerraron la puerta y pusieron un letrero que decía que “por disposición oficial, permaneceremos cerrados hasta nuevo aviso”. Nos terminamos la cerveza con terapia bilateral de por medio. Él se fue a cenar a casa y yo comí un plato de papas con chile, mientras veía la tele con J. Me duché y me quedé dormida frente a la televisión hasta que me llegó una llamada con diferencia horaria. Después me dormí de verdad… hasta las 8 de la mañana, sin sobresaltos.
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