Ayer por la tarde, después de declinar una tentadora invitación para ir a uno de esos parques acuáticos a pleno rayo de sol, decidí salir de mi letargo vacacional. Tenía una especie de nostalgia acústica de español, de catalán, de valenciano - de algo que entendiera y me pareciera más cercano a casa.
Así que tomé el tranvía y viajé por la costa de Alicante hasta el centro de la ciudad. Ya no hacía tanto calor y me perdí en las callecitas. Fui a la catedral de San Nicolás y escuché a los mendigos de las puertas pedir limosna en inglés, italiano, francés y (sí, oh, sí) holandés. Salí de ahí y me fui siguiendo las voces - las de los camareros que ponían cañas a los guiris, de los tenderos que cerraban el sábado, de los pocos paseantes por ahí. En un retuerto de la calle, fuegos artificiales. Una especie de pequeñísima mascletà. Adiviné con acierto una boda. Y me los encontré ahí, a todos los emperifollados, a todas con sus taconsísimos y sus abanicos, al señor de los fuegos artificiales, al camarero del bar de al lado, a los niños correteando entre las faldas cortísimas o larguísimas - según el entendimiento de la moda.
Entré a la iglesia en lo que se sucedían las felicitaciones y escuché a la típica media docena de beatas que están en la Iglesia durante horas, murmurando los rosarios de la tarde y de la mañana. Y la letanía me fue especialmente querida, dicha en ese español castizo que me recuerda (sin acento) al de mis abuelos, tan lenta, saboreando todas las palabras - dándoles su significado, que dirían las monjas con las que me eduqué.
Salí después de un misterio renovada. Con el rintintín del sonido religioso colgado de mis orejas. Con la tranquilidad de saber que en gran parte de mi mundo conocido se habla la lengua que me dieron como materna. Después me comí un helado y charlé un rato grande con el señor de una tienda de ibéricos, que me explicó con paciencia la diferencia entre el jamón y la paletilla.
De regreso en el tranvía, la visión era completamente diferente. Por unas horas, me habían regresado a mi mundo. Y al regresarme los sonidos, me regresaron las ideas. Por ahora, sólo puedo decir que todo empezó con un gato negro que se llama Kafka.
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1 comentario:
Unas cuantas mentiras esenciales, cierto.
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