4.12.03

Crónica de avión

Eran las 7.50 de la mañana cuando Carlos se estacionó frente al aeropuerto de Tijuana. Su Monza rojo - que, increíble o no, salió de una rifa - se veía realmente pequeño en comparación con las grandísimas camionetas con placas de California de la que bajaban números interminables de personas cargando bultos.

Yo no me quedaba atrás. Una maleta grande - con muerto adentro y todo -, dos bolsas de papel en la mano, mi omnipresente mochila negra y un paquete largo, un regalo sorpresa. Me empecé a poner nerviosa de camino, cuando me dí cuenta que traía una chamarra con sendo logotipo de otra compañía farmaceútica, que no eran mis clientes. Ya podía escuchar al sarcástico de C diciendo: "Uy, qué bonito, peque. A ver cuando te cambias de firma y pierdes esta cuenta". Total, tuve que preparar mi defensa mientras doblaba el cuello de la chamarra para que no se viera el logotipo. Me envalentoné y me escuché espetándole ante la mirada atónita de su gente: "Mira C., cuando me regales una chamarra de tu laboratorio entonces me dejo de poner la que tengo".

Qué patético.

Pasé el primer filtro y luego comenzó mi corto martirio. Es horrible, pero le tengo pánico al semáforo de hacienda. Alguna vez queriendo pasar la aduana en Belice un oficial bastante corrupto me quiso quitar mis comprar, como si yo no conociera mi franquicia. Triste.

Bueno, el punto es que empezó el suplicio. Adelante de mí, un hombre con cuatro maletas de mi tamaño. Y no exagero. Atrás, casi lo mismo. Mis cosas, hechas sándwich entre las de los dos. Llegué al semáforo y respiré - iba a ser casi imposible volver a meter todo en mi maleta si la abrían. Nada sucedió. Se iluminó el PASE en verde y pasé casi corriendo.

Documenté después de esperar en línea y ver la cantidad increíble de sobrepeso que pagan otros viajeros en su equipaje. Estaba segura - en mi egoísmo - que a mi también me iban a cobrar. Nada. Por alguna extraña razón, no rebasé los 25 kilogramos permitidos. Me quedé en el límite.

Subí a abordar. A los hombres delante de mi les costaba deshacerse de sus sombreros, les daba una pena terrible sacarse las botas y caminar a través del arco con sus calcetines raídos. Se ve en su manera de encorvarse, de pedirle disculpas a los oficiales de seguridad en todo momento quienes, dicho sea de paso, abusan. (Entonces me imagino: ¿quién quiere hacernos creer a los que vivimos en el DeFectuoso que los campesinos van a desnudarse a Paseo de la Reforma cuando les da vergüenza quitarse los zapatos en el aeropuerto).

La tripulación y algunos ejecutivos pasan rápido. Se quejan del retraso. Lo que no saben es que estamos aún más retrasados. El hombre del mostrador, mientras me hacía firmar ese sospechoso papelito en el que tomas responsabilidad sobre tu equipaje frágil, me aviso: "mire, señorita, su vuelo está retrasado por mal tiempo en la ciudad de México. Se va a retrasar un poco, pero todavía no sabemos cuánto".

La verdad es que en ese momento no quise preguntar. Teníamos el tiempo justo para llegar a México a una rueda de prensa y no me hacía ninguna ilusión que nuestro avión saliera mucho más tarde.

El aeropuerto de Tijuana es un hoyo negro. Es feo. Muy feo. No tiene nada, las tiendas son como de pueblo fantasma: con tres tristes cosas y todas llenas de polvo. Me percaté que están construyendo una zona más amplia, con más luz, pero estaba cerrada. La verdad es que me sentí tentada a brincarme la cerca y sentarme allá.

Me senté entre un montón de señoras que se quejaban de lo caro de las tortas en el aeropuerto. Una de ellas sorbía una sopa maruchan, envuelta en una cobijita. La acompañaba de un chico con botas de pitón y gorra de los Lakers. Respiraban todos tranquilos porque iban a salir a Guadalajara y esos vuelos sí estaban a tiempo. Volteé entonces a la pantalla. Los vuelos se habían retrasado entre tres y cuatro horas. Horror. Horror al crimen.

Me llama mi cliente. "¿Dónde estás? Está retrasado el avión. Hazle como puedas pero retrasa la rueda de prensa". Oh, Dios. Como si eso fuera posible. Corrí al filtro y me encontré con él y con, oh Dios - de nuevo - Ms. Sharpie. Miedo total. "¿Cómo ves? ¿Qué hacemos?" Explico que tenemos manos atadas en ese sentido. Deciden que nos vamos a ir de otra manera.

Por Cuernavaca.

Y empezó una vez más el viacrucis. Salte de la sala de abordar, reune identificaciones y boletos de todos los que cambian de vuelo, cambia el vuelo, redocumenta - rápido, porque el vuelo se va - vuelve a pasar aduana, filtros de seguridad y trépate al avión.

Una de las cosas que he aprendido cuando viajo a Tijuana es la enorme cantidad de gente de campo que viaja para allá. Que lo hace de acuerdo a sus costumbres: con bolsas, con "lonche", en bola. Me decepcioné mucho de la gente que venía conmigo cuando los ví rechazarlos de entrada. Me decepcioné de mi cuando, en lugar de atender a la señora que estaba junto a mi, muy nerviosa por el vuelo, me dí la media vuelta y me dormí.

El avión era una aventura. Nos dieron de comer un triste sándwich. Llegamos a Cuernavaca, yo platicando con la señora para curar mi conciencia. Nunca había aterrizado en un aeropuerto tan chiquito. La verdadera aventura fue recoger las maletas. Cientos de personas esperando, felices de ver a sus parientes. Cientos de parientes enloquecidos, queriendo llevarse sus cosas ya, encimados sobre las maletas. Terrible.

Equipaje rescatado - el mío venía completo, con todo y regalo sorpresa delicado por el que tuve que firmar (fiu) -, nos subimos en camionetas y salimos corriendo hacia México. Increíble, pero llegamos a tiempo para la conferencia. Me quisieron echar muchas culpas y ninguna la tomé. Ninguna de ellas.

- No me puedo quitar de la cabeza la cara de un niño, adolescente, que subió al avión solo, cuidado por la sobrecargo. Antes de despegar estaba llorando. Su cara era tan triste que me dieron ganas de llorar a mí también -.


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