16.6.09

Bloomsday

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Me voy a dormir ya entrado el día 16. En realidad, no me habría dado cuenta si no ser por que, al teléfono, alguien me hizo notar que ya habían pasado más de 30 minutos después de las doce. Esto es, que mañana ya no es mañana, sino pasado mañana. Que no había ido al cine hoy, sino ayer. Que, en términos absolutos de días completos, faltaba menos para que tomara ela vión.

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Escucho siete campanadas en el reloj. En realidad son cuatro, seguidas por las siete que marcan la hora. Tendría que estarme preparando para irme. Pero es tarde. Pero no están listas las cosas que necesito llevar para allá. No iré hoy, creo. Lo dejaré para mañana con la esperanza y la excusa de un nuevo encargo. Termino un texto. Lo envío. El archivo de la tesina ni siquiera lo he abierto. Lo bueno de levantarse tan temprano es que no me da hambre. Y que, además, acabo hablando con gente del otro lado del mar - gente que todavía está viviendo su mañana.

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Ochotreinta. Comienza mi día laboral. Me preparó un té, me como un plato de cereal con leche (y unas cerezas. Ayer me dijo mi compañero de piso que se estaban echando a perder y hay que comérselas pronto. Ciertamente, comienzan a tener un sabor ácido que no les va realmente bien) y abro el archivo, por fin. Seguiré aquí hasta que termine de cargarse la batería. Entonces cambiaré de posición, o de labor.

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Quince minutos después, cambio de planes. Si hasta podría ir por el material y dejarme de tonterías el mismo día de hoy. Le daré cuarenta minutos más de reflexión al asunto.

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Nuevetreinta. Entro a la ducha con la música retumbando desde las bocinas del comedor. Me gusta del verano que puedo dejar todas las ventanas abiertas sin morirme de frío. Quisiera pensar más en el agua muy caliente que me cae encima y menos en los pendientes de las próximas horas. Ya se podrá después.

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Salgo de casa corriendo. Llego a enorme tienda departamental a comprar encargo imposible de esposa de exjefe al que tengo que ver más tarde con la intención de que me dé un trabajo nuevo. Encuentro encargo: cremas griegas de jazmín. La dependienta me mira con desprecio cuando le pido que me cobre. Salgo corriendo: tengo 20 minutos para llegar a una cita al otro lado de la ciudad. Tomo un taxi y rezo para que el cliente finalmente caiga, porque si no los gastos colaterales se están disparando.

Aunque ni el taxista ni yo sabemos exactamente cómo llegar al sitio, él tiene un navegador de ciudad. Yo mando mensajes de texto por el móvil y veo las calles, que se ven siempre tan distintas cuando uno va en un coche. Lo que intento no mirar es el taxímetro, que corre y corre y corre.

Cerca de mi primera escuela en esta ciudad de pronto me doy cuenta que hay algo que antes no había: un pequeño Marruecos (bancos, bares, sitios de traducción y ayuda legal). Todo al lado de la hace poco instalada embajada. El taxista me cuenta su teoría: "hace años, cuando no había tantos marroquíes, estaba en Rambla Catalunya. Seguramente se los trajeron aquí para evitar que estuvieran sentados en los bancos".

Aunque iba a ver un posible proveedor, la boca la tenía seca y se me salía el corazón. Ella me dijo que tenía una reunión a las 11 y que yo debía llegar quince minutos antes. Los minutos pasaban y nosotros seguíamos en la autopista. Cuando por fin entramos al polígono, un trailer enorme tapaba la calle por la que queríamos entrar. Pensé en llamarle. Opté por esperar. El trailer rojo salió rápido del camino y llegamos. Pagué mis deudas, pedí un recibo y entré. La imprenta era un mar de ruido y llamadas telefónicas. "Ah, ¿vienes con ella? Acaba de subir... dame un momento". Temí que hubiese entrado en su reunión, pero finalmente bajó. Resultó ser muy simpática y me explicó más de lo que yo quería saber. La mandé literalmente a la junta, porque yo quería irme.

Pedí instrucciones para tomar el tren. Me recomendaron tomar un autobús, pero no entendí bien dónde. Sentí verguenza de preguntar una tercera vez, así que comencé a caminar. Me encontré con una pareja de ancianos que me explicaron cómo llegar a la estación, callándose el uno al otro, a trompicones. "Tienes un rato, eh?".

Seguí caminando. En un mapa, me parecía que iba en sentido equivocado y volví a preguntar. Las instrucciones variaron poco. De pronto, me ví en el centro peatonal del Prat de Llobregat, viendo los aparadores de las tiendas y la gente que iba y venía pagando cuentas y comprando víveres. No pude evitar ver las casas y pensar si podría vivir ahí, y desecharlo inmediatamente. Seguí caminando. A lo lejos, el Ayuntamiento, que era mi marca de cercanía.

Llegué a la estación justo entre trenes: pasa uno cada 30 minutos. Me senté, agitada, y comencé a temer que el olor del sudor necesariamente acumulado en mi caminata fuera perceptible. Saqué mi libro y comencé a leer. Junto a mí, un grupo de adolescentes que iban a la playa se empujaban. El tren parecía tardar una eternidad. Cuando por fin llegó, olía por completo a restos del lavabo. Me fuí lo más lejos posible: me dan mucho asco los malos olores.

Me senté junto a una chica rubia que tenía un casco de motociclista sobre uno de los asientos frente de ella y llevaba un libro de Jurídica en sus piernas. Ella leía eso. Yo a Cortázar. El hombre que leía un periódico gratuito se levantó a las dos estaciones. Llegamos hasta Sitges leyendo. A la mitad nos interrumpieron unos músicos, que eran buenos. Ambas rascamos nuestras bolsas para darle algo. Creo que no me vio, no me miraba, pues. Yo la seguí con los ojos hasta que la perdí al salir de la estación.

Me encaminé a una de las oficinas de urbanismo a ver a Kiku. Imprimí un par de cotizaciones del proyecto y hablé con él y con Rafael sobre las vacaciones. Salimos de la oficina, caminamos un poco por el pueblo antiguo empujando la motocicleta. Al llegar al paseo marítimo, me dio un casco y montamos en ella. Me acordé las primeras veces que hacíamos eso, que yo me moría de miedo. Ahora me da, pero menos.

Hablamos a trompicones durante el camino, cortesía del viento, los cascos y las inclemencias en la pavimentación. Llegué y tuve una larga conversación de trabajo, además de múltiples muestras de afecto. Cuando dije que me tenía que ir pronto, me disuadieron pidiéndome que regresara mañana. Mejor una sola vez que muchas.

Después de planeaciones, discusiones sobre gramajes de papel, medio sandwich, asesoría de la situación política de México y un café, salí. Llegaría por lo menos una hora tarde a la escuela pero llegaría.

*****

(Pausa entre sueños: Me pidió acompañarme a la estación. Hacia tiempo que no nos veíamos. Caminamos un poco, hablamos del futuro, del pasado reciente, de las decepciones y lo que seguía. Él quería tomarme la mano a veces. Yo quería llegar al tren más inmediato. Poco después, nos despedimos. "¿Qué es lo más cerca que puedo estar de darte un beso?". Me puse de puntillas y le dí uno en la mejilla. "Esto". Seguí caminando sin voltear hacia atrás).

*****

Llegué y recién se había ido el tren. Volví a sumirme en la lectura de Cortázar y recordé que había visto una villa en Sitges con el nombre del personaje del cuento. Junto de mi, una chica fumaba. Estornudé. Varias veces. Pensé que si ella supiera que soy mexicana tendría pánico. Llegó el tren y subimos. Junto de mí, dos adolescentes chilenas que fueron golpeándose todo el tiempo. Yo temía que me pegaran a mí. Leía, pero estaba más concentrada en evitar los golpes.

Llegando a la ciudad, fui a correos y mandé paquetes a Galicia, Santiago de Chile (las coincidencias), Francia y Canadá. En un golpe de suerte, ví venir un autobús que me dejaba cerca de la escuela. Subí, junto con 80 niños y sus mamás. En un rincón cerca de la puerta, aguanté los 10 minutos de travesía.

Nunca había visto el salón tan lleno en la escuela: es lo que tiene que estas sesiones las dé el director. Me senté hasta atrás y me sorprendí luchando para entenderle. Ciertamente estaba lejos y el vocaliza mal, pero creo que era el cansancio. 30 minutos después el descanso. Me tomé una cocacola. Me cambié al primer asiento para no perderme detalle de las próximas dos horas de clase. A veces soy de un nerd que asombra.

Regresé del descanso y comenzó con la clase, con una voz tan baja que algunos compañeros no se dieron cuenta que ya había arrancado hasta después. Todo me parecía bueno. De pronto se volvía y, como en una especie de gesto de solidaridad, decía algunas frases en castellano - todo relacionado a ejemplos con América Latina y México. Salí a las ocho en punto, con la cabeza llena de nueva gestión pública y cosas por el estilo. Las piernas me duelen. Llego a casa y son las 8:10. Escribo. Le quedarán más detalles al día - estoy por irme a cenar con Laurence - pero creo que se mantendrán en el tintero. O en cualquier otro baúl de los recuerdos.

4 comentarios:

Mona dijo...

Pasaste por mi casa en El Prat sin saberlo... ;)

Anónimo dijo...

y por la mía alguna vez en méxico

quizás...

AC Uribe dijo...

Es lo que tiene la vida distraida... que en realidad uno se va cruzando con la gente que le importa sin saberlo tooooodo el tiempo... Saludos!

Portnoy dijo...

En algún momento del día nuestros caminos se cruzaron... cosas del bloomsday y de cada día
un saludo y gracias por tu colaboración