Ya casi son las diez y media. Me levanté un poco pasadas las ocho, y comencé a pensar en todo lo que podría o debería hacer. Sé que tengo una serie de pendientes (reales o no). Pero el domingo todo se vuelve más lento. La playa se ve más lejana. El periódico más pesado. El desayuno más apetecible, pero más complicado de preparar.
Y así, tengo dos horas con el bikini puesto y la bolsa para la playa lista. Con la cabeza en la película que me gustaría ver y que empieza en una hora. Con la lista de pendientes entre los que se incluyen un par de reportes, una reseña y 250 líneas por escribir.
Hice de desayunar. Ví algo de televisión por Internet. Contesté la mitad de los emails. Y es que los domingos pasan como el tiempo cuando uno es niño: imposiblemente largos - cuando no tienes que hacer, cuando estás esperando en clase o en la consulta del médico - o increíblemente cortos - como esas tardes veraniegas de lluvia donde uno jugaba Monopoly (más bien turista).
A la calle.
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