Entre tanto ir y venir, a uno a veces se le olvida la sorpresa, lo nuevo. Esto de ir de turista permanente nos hace también un poco paranoicos (que no se me note que no soy de aquí, que no se me note que no entiendo ni una palabra). Pero lo cierto es que cuando nos damos permiso de subir al autobús y olvidarnos por un momento - entender que en esta ciudad nadie nos conoce, ni necesariamente nos entiende, ni nos espera. Que nuestros ojos nunca han visto esa esquina, ni ese perro, ni esa farmacia. Que nunca hemos olido este smog, estos tufos de alcantarillado, estas salchichas con curry, este sudor de punk. De pronto reconocemos en uno de los ejecutivos internacionales que van junto de nosotros el olor del mismo perfume que traía un ejecutivo internacional de nuestro pasado. Pero no se parece. No tiene nada que ver con él. Ni el idioma. Ni cómo empuña su portafolio. Ni su actitud al cruzar la calle frente a la Alexanderplatz.
Entonces agradezco poder simular mis ojos nuevos. Reconocer mi habitación temporal en un hotel en lo que antes era el Berlín cerrado al mundo y hoy es la fiesta, la juventud, la rapidez, el olvido. El olvido. Que tiene sabor a cerveza y a salchichas con curry, a comida japonesa y a bagels. A un sandwich de salami con queso comido en medio de un grupo grande de punks con perros que querían que les convidara.
Hay ciudades que son inmediatamente hospitalarias, receptoras, amorosas. Berlín es amorosa, comprensiva, un poco miope (por voluntad propia). Otro de esos sitios en donde uno (o por lo menos esta que escribe) se pudiera quedar.
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3 comentarios:
Sí, algún día me quedaré ahí...
¿qué tal sus museos con la Nefertiti y la puerta de Ishtar? ¿y sus cervecerías? ¿y sus autobuses de dos pisos? Me encanta Berlìn con sus bosques...
Me encantó el cierre que haces. Es sencillamente poético. Puedo imaginarme ese Berlín agradable, cálido y un poco miope... ¿será la edad, o el hastío de tanto vivido?
Un abrazo, niña turista del mundo.
Centrífugo.
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