Estuvimos cenando en un restaurante pequeñito del Eixample. Él vino a hacer un curso rápido a un hospital de aquí. Me contó de su esposa, de su hija, del segundo que viene en camino. Yo le conté de la fragilidad de lo nuestro. Suspiró. Nos casamos (los cuatro, dos y dos, cada dos en un sitio distinto) el mismo día. La prosperidad se ve en su ropa y su sonrisa. Cálida, como siempre.
"No puedo decirte nada", afirmó. "No sé qué decirte. Es que esto no lo he vivido yo".
Pero agradecí sus abrazos. Y agradecí cuando comenzó a recordarme las cosas buenas que habíamos pasado, todos juntos. Hasta una noche que descorchamos una botella carísima de champán para acompañar unas pizzas de Benedetti's. O cuando él y yo teníamos que escuchar reproches por terminar la cena con un expresso.
"Un urbanista marroquí que conocí me contó que es lo mejor que puedes hacer para evitar el insomnio", dije yo. "El café americano es más malo porque la cafeína se fortalece al diluirse y prensarse tanto".
Cuando llegó Él y fuimos tres, la platica cambió. Pero agradecí poder saber que también ha habido cosas buenas. Buenísimas. Acordarme. Eso me ayuda a darme cuenta que nunca he estado loca: es sólo que abrí los ojos a otra parte del panorama.
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