Ayer fui a comer con la Cumbiera Intelectual a un restaurante japonés escondido en las calles del gótico. Este sí es japonés-japonés, y la gente que atiende son como una familia muy bien llevada. Siempre me había llamado la atención que una de las chicas tuviese el cabello pintado de un rubio cenizo rabioso, muy al estilo Marilyn. Y recordaba también la presencia de una carrito de bebé. Supongo que hace mucho tiempo que no iba, porque el bebé estaba ayer jugando con su mamá, caminando por la sala del restaurante.
Hacía mucho que no veía una niña tan increíblemente bonita. Parecía una muñeca. Su cabello negro, liso, perfecto, peinado en coletas. Sonriente. Sus ojos tan rasgados. Su piel - un lugar común más - blanca como porcelana. Y contenta. Y tenía contentos a todos los que estaban en el sitio. No sólo no la oí llorar: si te acercabas y le hablabas, ella alzaba su manita como para tocar tu cara y después te decía adios abriendo y cerrando las manos, como una flor. Pequeñita, pero perfecta. Cada uno de sus dedos señalando al techo, a tu cara. Sonriendo.
Una amiga querida está hoy en el hospital esperando que sus dos gemelas tengan un poco de paciencia y no quieran nacer antes de lo que les toca. Otro amigo querido está en otro hospital, al otro lado del mar, luchando contra una infección pulmonar. Y al ver a la niña, tan pequeñita, tan perfecta, tuve por un momento la sensación clara de esperanza. En que ella caminará solita, en que seguirá sonriendo. En que mis amigos saldrán de sus respectivos hospitales con los mejores resultados posibles. En que lo que venga, lo que sea, tiene que ser mejor que lo que había hasta ahora. Puedo ser un estúpida optimista, sí. Pero supongo que también para eso son los blogs.
20.11.07
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