Ya teníamos reserva para pasar la noche en Pátzcuaro, lo que implicaba unos 700 kilómetros de carretera por lo menos. Pero cuando me desperté, era lo que menos me preocupaba: primero me llegó la cruda moral por algunas cosas que había dicho. Después me incorporé y la cabeza me empezó a dar vueltas con bastante violencia. Vamos, que muy mal.
Desayuné a duras penas frente a las caras socarronas de todos. Ni siquiera estaba mareada, pero todo mi cuerpo estaba molesto conmigo. Me acosté un rato más y luego crucé a nado la alberca un par de veces lo que, increíblemente, me quitó gran parte del malestar. Todos los demás estaban perfectos. Salimos a carretera y yo me volví a dormir. Era la gran resacosa del cuento. Compramos gardenias y camelias apenas dejando Fortín y luego seguimos hacia el DF. La carretera estaba súper tranquila. Pasamos Puebla sin problemas y entramos a una Ciudad de México aún más fácil de transitar que en días anteriores. La cruzamos en apenas 45 minutos – toda una proeza sólo por extensión.
Decidimos llegar a comer algo ya después de las cuatro de la tarde al Estado de México. Como traemos a J comiendo sólo platos típicos, obligaba barbacoa de borrego. Estaba buenísima – pero nos cayó como piedra al estómago. Apenas si nos podíamos mover. Me pregunto, de verdad, cómo hacía mi padre (quien no deja que nadie más conduzca) para seguir al pie del cañón.
Ibamos haciendo planes de visita que se modificaron al ver la hora. Rodeamos Morelia, tan bonita, y salimos hacia Pátzcuaro, a donde llegamos ya tarde. El hotel era lindo y estaba en el centro, lo que nos permitió salir a caminar alrededor. A nadie se nos ocurría comernos nada y llegamos al hotel a bebernos unos alkaseltzers. Así, dormimos como benditos.
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1 comentario:
Me encanta tu descripción del día después. Esa es mi sensación exactamente. JAJAJAJAAJ!!!!
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