Amanecimos al calor sofocante de Poza Rica con la música de fondo de la planta tratadora de agua del hotel. Después del baño, nos fuimos a desayunar al restaurante del hotel donde había gente con tapabocas y otros que pasaban directamente del asunto. Se confirmaron las sospechas de mi padre y mías: el sitio era caro porque estaba lleno de petroleros que iban a hacer cosas a las refinerías.
Aunque no era precisamente atractivo a los ojos, el desayuno resultó ser especialmente bueno. Desayunamos mucho, largo, con plática y nos fuimos por las maletas. A 15 kilómetros estaba el Tajín. La pregunta era si estaba o no abierto. En el camino, compramos lichis a 20 pesos el kilo.
Al llegar al Tajín tuvimos malos presentimientos frente a la falta absoluta de coches. Habíamos albergado la esperanza de que, al ser un parque al aire libre, no lo hubiesen cerrados. Ah, ingenuos de nosotros. El INAH tiene a todas sus zonas arqueológicas en cuarentena. Ante la frustración de J, ella y mi padre intentaron colarse, hasta que se toparon con un guardia que les hizo muy mala cara. Pues nada: a tomar fotos literalmente desde la barrera. Conocimos a un indígena que les enseñó a saludar en totonaco y que nos pidió cambió para vender unas camisetas. Nos encontramos con una arqueóloga de muy mala leche que pretendía que mi padre moviera la camioneta: “esta no es zona de estacionamiento”, afirmaba. Los vendedores con los que estábamos hablando la tildaron de loca: “está como cabra. Ella no es jefa aquí. Será jefa en las ruinas, pero no acá. No se preocupen”. Compramos chucherías varias en el mercadillo y tomamos carretera de nuevo, a ver si en Papantla encontrábamos algo más.
Resultó que Papantla tiene mucho tráfico, una presidencia municipal pintada como pastel de quinceaños, un kiosco mono y una iglesia con el palo de los voladores enfrente. Y ya. Ah, y la escultura del volador a lo lejos – y en la Iglesia, las oraciones también escritas en totonaco, junto a los grabados en madera de las orquídeas de la vainilla. Nos tomamos un helado y seguimos camino otra vez: queríamos llegar a dormir al buen puerto de Veracruz.
Tomamos una carretera costera por un territorio que se llama la Costa Esmeralda. Es espectacular. A la mitad, en Playa Gorda, nos paramos para que J se diera un chapuzón en las aguas del Golfo de México. Nosotros sólo metimos los pies. Estuvimos un buen rato caminando, disfrutando de las playas desiertas cortesía del pánico a la influenza. De nuevo en el coche, estuvimos mirando las playas hasta llegar al enorme puerto de Veracruz. Fue fácil encontrar el hotel – en donde estaban en pánico total. Baste decir que en lugar de dulces en la recepción, había una canastita con tapabocas. Hicimos el checkin, los convencimos para que nos dieran una cama extra y decidimos salir en busca (por fin) de comida.
Yo, que soy la clásica que quiere hacer lo que “se debe hacer”, moría de ganas por ir al Café de la Parroquia. Me imaginaba comiendo algo riquísimo y tomándome mi café. Oh, error. El servicio fue malísimo. Y mejor que la comida, que era como vieja o de plástico. Terrible. Caminamos después un rato por los portales y regresamos al hotel a descansar nuestro cuerpo maltrecho de tanta carretera. Atrás de nuestro hotel estaba la logia masónica de Veracruz. Tomamos unas fotos, miramos un mapa y luego intentamos ver la tele: no lo logramos – a los 15 minutos estábamos todas dormidas.
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