Amanecimos temprano. Nos bañamos y arreglamos maleta para que nos rindiera el lunes que, con o sin influenza, hubiese sido festivo. Cuando estábamos por salir a desayunar, comencé a escuchar una banda de guerra. Eran casi las nueve. Salí corriendo con J al parque Vasco de Quiroga, enfrente del Palacio Municipal, para que experimentara en carne propia el izamiento semanal de bandera: estos actos patrióticos que tanto nos gustan a los mexicanos y que aprendemos en la escuela por ley. Creo que también de eso tomó dos millones de fotos mientras yo, erguida, cantaba el himno nacional.
Regresamos al hotel por nuestro desayuno que resultó, de nuevo, opíparo. Con excepción de J que pidió chilaquiles, todos pedimos tamales locales que tardaron y tardaron y tardaron en llegar… pero llegaron, recién hechos. Buenísimos. Nos estuvimos riendo con el mesero – quien no nos dejó mover una mesa con el argumento “si la mueven y rompen algo, se los cobro. Si lo rompo yo, no me lo cobra nadie” – y salimos a caminar por la zona, buscando qué ver o qué comprar. Pocas cosas estaban abiertas. Descubrí la casa en donde nació el hombre que fundó la congregación de monjas que me educó (sí, ya sé, qué miedo) y estuvimos hablando con varios artesanos sobre la influenza, las ventas, etc, etc. Después de un par de cierres técnicos, volvimos a subir todo a la camioneta y a tomar camino. Yo de verdad ya quería llegar a Guadalajara.
Pasamos por la orilla del lago de Pátzcuaro, sin intenciones de embarcarnos. Como no se veía especialmente atractivo, ni siquiera nos bajamos. El siguiente punto en el recorrido era Tzintzuntzan, que también estaba parcialmente cerrado por orden del Obispo local. Sin embargo, logramos ver bastante de las ruinas por fuera, el patio principal del convento franciscano y la iglesia indígena (la de Nuestra Señora de los Dolores) que sí, es bastante escalofriante. Paseamos por el mercado de artesanía y luego nos fuimos hacia Quiroga, según nosotros a comprar más artesanía, pero no nos bajamos del coche al final. No se veía nada especialmente atractivo.
Mirando el mapa decidimos parar a comer en el lago de Cuamécuaro… pero no contábamos con que también era zona encuarentenada cortesía de la Secretaría de Salud del Estado de Michoacán. El asunto comenzaba a ser francamente ridículo. Comimos nueces, almendras y pasas en el coche, compramos fresas y moras en el mercado de abastos de Zamora (12 kilos por 100 pesos… 12 kilos de fresas por aproximadamente 7 euros) y seguimos camino a Guadalajara. Es más: pedimos encarnizadamente entrar a una autopista y llegar lo más pronto posible.
Al pasar la caseta de Zapotlanejo, nos detuvo un control sanitario. Nos preguntaron que si estábamos enfermos y de dónde veníamos y nos dieron un panfleto con instrucciones para evitar la influenza. Yo ya no atendía porque me sentía en casa. También había poco tráfico en Lázaro Cárdenas, y agradecí los árboles a lo largo de la Calzada. Cuando llegamos a casa de mi abuela, aquí estaban los novios. Yo respiré tranquila y me estuve riendo con mis primos un rato --- y J de nosotros. Me comí como media docena de pitayas y tuve un pequeño ataque de horror al encontrarme de frente con algunos elementos de mi pasado, empacados en cajas que aún no he podido abrir.
Salimos a cenar, a recomendación mía, de ese sushi tropicalizado al gusto mexicano que me gusta tanto. Resultó bueno, porque era menos pesado que comida típica. Llegamos a casa de regreso medio dormidos y nos metimos a la cama. Recordé en carne propia que mayo es malo para dormir en Guadalajara por el calor – pero lo logré… por lo menos hasta las seis de la mañana cuando tuve oportunidad de sentarme a actualizar todo esto.
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