5.5.09

México – Día 5

Finalmente, nos tocaba salir de la ciudad. Yo, sin embargo, todavía estaba bastante molesta por no haber podido ver a muchos de mis amigos que o estaban trabajando o iban atemorizados por la influenza. La otra imposibilidad de vernos era que no había nada abierto. Entonces acordamos con Fabiola y Berenice que vendrían a casa, haríamos desayuno aquí y nos olvidaríamos de la influenza. Así pasó: hicimos desayuno completo para las cuatro y nos pasamos un par de horas muertas de risa, interrumpidas sólo por las múltiples llamadas telefónicas con múltiples tonos desde los múltiples celulares de la más ocupada de las cuatro. A veces me siento taaaan orgullosa con mis amigos taaaaan importantes.

Después salimos J y yo a acompañarlas al coche de Fabiola. Quedamos de vernos con ellas en Guadalajara y fuimos a comprar más previsiones para la comida. Mis padres habían avisado que habían salido rumbo al DF temprano, con Martha, para recogernos y de ahí irnos a Veracruz. Como sabía del nerviosismo de mi mamá al respecto del tema influenza y que todo estaba cerrado, pensamos que lo mejor era hacer una comida ligera en casa y después embarcarnos al resto del camino.

El supermercado de la Condesa estaba lleno, pero no puedo decir que eran compras de pánico. Tomamos los mínimos que estábamos buscando y decidimos formarnos en filas contiguas, para lograr la mayor rapidez posible. De pronto, J se inclinó hacia un lado para ver algo que le llamó la atención y ví a una mujer que misteriosamente se puso a su lado derecho: colándose. Respiré profundo. Siempre odié eso de la Ciudad de México. Pero resulta que la mujer era del peor tipo de coladas – de las que además te quieren hacer creer que tú te colaste. “Yo iba detrás del señor, ¿eh?”, le reclamó airada a J cuando ésta se indignó. Yo sólo ví a J cambiar de color y comenzar a hablar cada vez más fuerte y más castellano puro: “¿pero te das cuenta que morro, Cinthya? ¡esta mujer se quiere colar! ¡y dice que la que me colo soy yo!”.

Creo que la debe haber escuchado hasta el gerente. La colada impasible y yo tratando de calmar a J para que no le hiciera caso. Finalmente se fue junto conmigo y en su rabieta me dijo, otra vez en voz muy alta: “mira que le voy a toser encima, a ver si se le quita”. El chico que estaba delante de nosotros, con un tapabocas súper sofisticado, estalló en carcajadas. Resultó después que también era español (nos dimos cuenta por su súper y su gracias con c marcada) y creo que le hicimos el día. Salimos más tranquilas después de reirnos un poco a las costillas del monstruo.

Ya en casa, estuvimos compartiendo la cocina con Don E, el “mayordomo” de la casa que la deja impecable siempre. Terminamos de cocinar y mis papás llegaron. Como preveía, no se querían bajar del coche pero los convencí de que era el mejor panorama posible. Comimos sandwiches, entramos al baño, subimos las maletas y salimos con rumbo a Puebla.

Aunque había menos tráfico que lo usual, nos quedamos parados por ahí de la Ciudad de los Deportes. J no podía creer tantos coches, tantas casas, una ciudad tan grande. Yo fui recorriendo con los ojos un pasado que se antoja reciente, pero no lo es. Dolor de pancita y después, salida a la autopista por fin. Nos perdimos un poco para salir a Poza Rica, pero después tomamos rápido el camino.

Era de noche y estábamos cansados. Yo comenzaba a tener ganas de ir al baño y, la verdad, un poco de hambre. De pronto vimos luces intermitentes y muchos autos detenidos en la carretera. Nos detuvimos y a los quince minutos bajamos a preguntar. Parecía que como un par de kilómetros más adelante un camión de naranjas y una pipa habían chocado y estaban esperando a un federal. Yo recé para que el federal llegara rápido.

Pero no lo hizo. Pasamos tres horas subiendo y bajando de la camioneta, hablando a la luz de la luna, riéndonos de la situación, comentando con los otros conductores y cosas así. J y mi padre se durmieron. Pasada la medianoche, por fin escuchamos y después vimos a una especie de batimóvil acercarse: el federal, que venía ahora sí a 180 kilómetros por hora. 15 minutos después nos movíamos.

Llegamos a Poza Rica y nos costó encontrar la zona de hoteles. Teníamos una recomendación de guía que estaba llena, pero ahí nos mandaron al hotel pijo de la ciudad. “Es muy bonito: tiene alberca y cancha de frontón”. No teníamos paciencia para buscar nada más y nos fuimos al hotel caro. Sólo llegar, nos dividimos los cuartos y caímos en redondo. Yo, previsora, quería hacer una reserva para la noche próxima pero no pude. Me dormí prácticamente encima del teclado de la computadora.

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