Hacía calor al bajarme del avión. De hecho temí que si me tomaban la temperatura antes de entrar al país me iban a poner en cuarentena. Me sentía nerviosa y un poco enferma. Suele pasarme normalmente después de un vuelo intercontinental - sobre todo si no he dormido bien.
Pero no pasó nada. Alguien me hizo cara al pasar migración, pero sin problemas. Llegaron todas mis maletas. Al salir, Ju me estaba esperando. Y fue como si no me hubiera ido tanto tiempo. Como si entendiera que aquí también está mi lugar.
En casa, estaba Marco. Y un ramo de flores que decían "bienvenida a mi continente". Y Laurence. Mi familia de acá, pues. Dejé mis maletas en la habitación y me fui a cenar, todavía con memoria de movimiento.
Dormí poco y mal. Cosas del jetlag. A las cuatro y media de la mañana, comencé a deshacer maletas. En una de ellas venía mi pasado, el de hace tanto: mis libros de Cortázar, de Sabines, de Maples Arce, de Rodari, de José Carlos Becerra... los libros nuevos de mis amigos. Me sumergí en las notas al calce, en las dedicatorias nuevas y en las viejísimas. Y estaba cómoda recorriendo mi pasado en mi presente de cama enorme y aire fresco, de ramos de girasoles e iris, de estudiante perpetua y empresaria sin grandes perspectivas.
Más tarde fui a la universidad. Caminé por el barrio. Compré pan con nueces y verduras orgánicas. Regresé a mis largas caminatas en solitario, pero acompañada por toda la ciudad. Me gustó sentir a la gente. Me gustó verme reflejada en los aparadores. Me gustó saber que, en muchos sitios, hay amigos queridos y posibilidades infinitas. Me gustó saber que, aunque estoy bien allá, también sigo estando bien aquí. Que casi cinco años después, con mi Rayuela a cuestas, volví a llegar a mi casa.
29.5.09
22.5.09
Vacas
La verdad de las cosas es que son unos animales - en tapatío perfecto - bien bonitos. Grandotas, con sus ojazos soñadores, andan paseándose por sus casas tan tranquilas. Yo aprendí a quererlas cuando niña, en el rancho de mi tío Florencio, donde las tareas se repartían de acuerdo a edades y, por supuesto, sexo: las niñas, con mi tía Inés a moler el maíz y hacer las tortillas, y los niños con los papás a la ordeña.
Para mi buena suerte, a mí mamá le daba apuro que yo me acercara tan chica al comal, caliente. Así que me podía ir con mi papá en cuanto salía el sol a la ordeña. Mi tío Florencio, hermano de mi abuelita, encontraba simpático que a mi me gustaran tanto los animales y me enseñó a ordeñar cuando tenía como unos 8 años. Me gustaba muchísimo. La leche caliente y la convivencia de la ordeña. El olor al campo cuando amanece.
De todo esto me acordé hoy que venía con mis padres de regreso de Vallarta. Tomamos la autopista para llegar más rápido, pero nos tocaron un par de accidentes. El último lo vimos a lo lejos: una columna de humo negro que se levantaba al frente de un montón de autos detenidos. Estábamos mirando a lo lejos, junto a un puente de esos que son - justamente - cruce de ganado. Al darnos cuenta que iba a tomar un tiempo, mi padre puso la reversa y nos subimos al puente de ganado (y detrás de nosotros como 10 coches más). En cuanto cruzamos el puente, nos encontramos con unas 15 vacas que nos miraban profundamente molestas... ¿quién nos dijo que podíamos pasar por su camino?
Después de verlas a las ojos un rato, me dí cuenta que lo que tendría que estar haciendo era tomándoles fotos. Saque la cámara y disparé, sin mucho éxito. Abrieron paso y pasamos. Yo me quedé mirando hacia atrás, viendo la caballada de coches que nos seguía entre la polvareda, y a ellas, con fondo de agave azul, protegiendo a sus becerritos, con sus ojazos, como preguntándose qué había pasado.
Para mi buena suerte, a mí mamá le daba apuro que yo me acercara tan chica al comal, caliente. Así que me podía ir con mi papá en cuanto salía el sol a la ordeña. Mi tío Florencio, hermano de mi abuelita, encontraba simpático que a mi me gustaran tanto los animales y me enseñó a ordeñar cuando tenía como unos 8 años. Me gustaba muchísimo. La leche caliente y la convivencia de la ordeña. El olor al campo cuando amanece.
De todo esto me acordé hoy que venía con mis padres de regreso de Vallarta. Tomamos la autopista para llegar más rápido, pero nos tocaron un par de accidentes. El último lo vimos a lo lejos: una columna de humo negro que se levantaba al frente de un montón de autos detenidos. Estábamos mirando a lo lejos, junto a un puente de esos que son - justamente - cruce de ganado. Al darnos cuenta que iba a tomar un tiempo, mi padre puso la reversa y nos subimos al puente de ganado (y detrás de nosotros como 10 coches más). En cuanto cruzamos el puente, nos encontramos con unas 15 vacas que nos miraban profundamente molestas... ¿quién nos dijo que podíamos pasar por su camino?
Después de verlas a las ojos un rato, me dí cuenta que lo que tendría que estar haciendo era tomándoles fotos. Saque la cámara y disparé, sin mucho éxito. Abrieron paso y pasamos. Yo me quedé mirando hacia atrás, viendo la caballada de coches que nos seguía entre la polvareda, y a ellas, con fondo de agave azul, protegiendo a sus becerritos, con sus ojazos, como preguntándose qué había pasado.
21.5.09
Anti-riesgo
La primera vez que fui a un casino creo que fue en un crucero. Ahí, en el barco, decidí en conjunto que sólo podría apostar 20 dólares en todo el viaje. Mismos 20 dólares que perdí rápidamente. Después me dediqué a pasearme entre las máquinas y ver cómo otra gente - con más suerte, con más ánimo de riesgo que yo - ganaba o perdía. Según.
Desde hace meses-años, México ha comenzado a llenarse de casinos que salen como hongos en los centros comerciales. Han desplazado salas de conciertos u otros centros de entretenimiento. Cientos de personas van y dejan buena parte de sus quincenas - o las de otros - ahí. A mí, siguen sin gustarme.
El año pasado fui y, cuando me dí cuenta que en un juego había ganado el doble de mi inversión inicial, cambié todo y estuve viendo a los demás jugar. Me gusta ver. No soy capaz de jugar con dinero sin estar mirando constantemente lo que estoy perdiendo.
Ahora resulta que mi mamá y una de sus hermanas son grandes fanáticas del casino. Y los últimos dos días, como parte de nuestro proceso de readaptación temporal, me he ido con ella a conocer sus máquinas favoritas y todo.
Aún no me gusta el riesgo. Juego mal y pierdo porque cambio de máquina después de diez pesos perdidos. Pero no puedo evitar entender la sensación de encanto que da, de pronto, ganar. Eso, lo que habías perdido. Eso, lo que no estaba ahí. Eso, lo que ni siquiera te atrevías a esperar. Supongo que por eso tantos ludópatas: porque en el fondo, son optimistas que creen que merecen (y tendrán) un final feliz.
Desde hace meses-años, México ha comenzado a llenarse de casinos que salen como hongos en los centros comerciales. Han desplazado salas de conciertos u otros centros de entretenimiento. Cientos de personas van y dejan buena parte de sus quincenas - o las de otros - ahí. A mí, siguen sin gustarme.
El año pasado fui y, cuando me dí cuenta que en un juego había ganado el doble de mi inversión inicial, cambié todo y estuve viendo a los demás jugar. Me gusta ver. No soy capaz de jugar con dinero sin estar mirando constantemente lo que estoy perdiendo.
Ahora resulta que mi mamá y una de sus hermanas son grandes fanáticas del casino. Y los últimos dos días, como parte de nuestro proceso de readaptación temporal, me he ido con ella a conocer sus máquinas favoritas y todo.
Aún no me gusta el riesgo. Juego mal y pierdo porque cambio de máquina después de diez pesos perdidos. Pero no puedo evitar entender la sensación de encanto que da, de pronto, ganar. Eso, lo que habías perdido. Eso, lo que no estaba ahí. Eso, lo que ni siquiera te atrevías a esperar. Supongo que por eso tantos ludópatas: porque en el fondo, son optimistas que creen que merecen (y tendrán) un final feliz.
13.5.09
Y el pasado regresa
Guadalajara está paralizada en mayo. No es sólo la contingencia sanitaria. Es el calor, la aridez, la pesadez de todos los días que pasan. La sensación de permanencia, pero también de mutación. Está paralizada hasta que de pronto, se escucha en el fondo un trueno. Se ven los primeros rayos de la tormenta eléctrica. Y así, sin avisarnos, comienza a inundarse la ciudad día tras otro, a remodelar momentáneamente las calles con grandes bolas de granizo.
No olemos a lo mismo. Quizá entonces no utilizábamos perfumes, o no el mismo que usamos ahora. No bebíamos lo mismo. No conducíamos los mismos coches. No íbamos a estos sitios. Seguimos escuchando la misma música. Seguimos esperando cosas buenas o malas, dependiendo. Hay algo que parece insinuarnos que los últimos años no es que no han pasado en balde, sino que simplemente no han transcurrido.
Nos decimos cosas - ya ni siquiera son en voz baja. Entre los hábitos que hemos perdido está el de escondernos. O quizá lo hemos sofisticado más. El punto es que somos los que estamos y los que fuimos. Estos. Los de hace 15 años. Los de los que transcurrieron cerca y lejos.
Hay algo bueno en saber que todos seguimos aquí. Hay algo que nos inquieta en percibir que no hemos cambiado. Hay un punto de paz en tener la capacidad de seguir viéndonos a los ojos. Quizá todo esté en boca de Jack Johnson: "sometimes time doesn't heal / No not at all / Just stand still / While we fall / In or out of love again I doubt I'm gonna win you back / When you got eyes like that / It won't let me in /Always looking out".
No olemos a lo mismo. Quizá entonces no utilizábamos perfumes, o no el mismo que usamos ahora. No bebíamos lo mismo. No conducíamos los mismos coches. No íbamos a estos sitios. Seguimos escuchando la misma música. Seguimos esperando cosas buenas o malas, dependiendo. Hay algo que parece insinuarnos que los últimos años no es que no han pasado en balde, sino que simplemente no han transcurrido.
Nos decimos cosas - ya ni siquiera son en voz baja. Entre los hábitos que hemos perdido está el de escondernos. O quizá lo hemos sofisticado más. El punto es que somos los que estamos y los que fuimos. Estos. Los de hace 15 años. Los de los que transcurrieron cerca y lejos.
Hay algo bueno en saber que todos seguimos aquí. Hay algo que nos inquieta en percibir que no hemos cambiado. Hay un punto de paz en tener la capacidad de seguir viéndonos a los ojos. Quizá todo esté en boca de Jack Johnson: "sometimes time doesn't heal / No not at all / Just stand still / While we fall / In or out of love again I doubt I'm gonna win you back / When you got eyes like that / It won't let me in /Always looking out".
9.5.09
Nota intermedia sobre Judith
Esta mañana fuimos a dejarte al aeropuerto. Fue caótico, raro, como ha sido todo en el viaje. Te tomaron la temperatura y te pusieron una etiquetita como si fuera campaña electoral. Y también nos reímos de eso hasta las lágrimas.
Qué lindo fue tenerte aquí. Que te adoptaras a mi familia, a mi tierra, a mi gente, a mi comida, a mis miedos y mis añoranzas. Qué lindo que quisieras verlo todo, probarlo todo. Que me ofrecieras apoyo para no tener miedo. Que te rieras conmigo de las contingencias y las mamás muy nerviosas que nos querían súper cuidadas. Que te tomaras todos mis remedios caseros. Que bailaras conmigo en esa boda. Que compartieras. Dicen mis papás que tienen una hija nueva, adoptiva. Yo ya te presentaba como mi hermana. Ahora por partida doble.
PD. Si nos dejamos de lado con los sentimentalismos, estaría lindo que comenzaras a prepararme una fiesta de bienvenida, je. ;).
La foto: Ju, con tapabocas y la torre latino de fondo.
6.5.09
Nota intermedia sobre Rigo
Me llamaron para informarme que te habías ido. Así. Como si tuvieras permiso. Como si ya nos hubiéramos visto, según lo que acordamos hace semanas por correo electrónico. Como si al fin hubiéramos tenido tiempo de ponerlos al día.
Ahora que deshago cajas de mi pasado, me encuentro con una libreta con notas de aquella entrevista casi fallida que te hice hace años. Estás en muchas de mis agendas. Y en mi memoria. Y en la portada del periódico. Y en este desasociego que me hace caminar de un lado a otro, nunca mejor dicho, como león enjaulado.
Me quedan muchas cosas de tí. El recuerdo de tu sonrisa, de tu buen humor, de un abrazo alguna vez que lloraba por los rincones. Las fotos que tomé de tus gatos con mi cámara réflex en tu casa de López Cotilla - sí, ahí, enfrente del chino. Me quedan también las ganas de verte, Rigo. Es una pena que te hayas adelantado.
5.5.09
México – Día 10
Amanecimos temprano. Nos bañamos y arreglamos maleta para que nos rindiera el lunes que, con o sin influenza, hubiese sido festivo. Cuando estábamos por salir a desayunar, comencé a escuchar una banda de guerra. Eran casi las nueve. Salí corriendo con J al parque Vasco de Quiroga, enfrente del Palacio Municipal, para que experimentara en carne propia el izamiento semanal de bandera: estos actos patrióticos que tanto nos gustan a los mexicanos y que aprendemos en la escuela por ley. Creo que también de eso tomó dos millones de fotos mientras yo, erguida, cantaba el himno nacional.
Regresamos al hotel por nuestro desayuno que resultó, de nuevo, opíparo. Con excepción de J que pidió chilaquiles, todos pedimos tamales locales que tardaron y tardaron y tardaron en llegar… pero llegaron, recién hechos. Buenísimos. Nos estuvimos riendo con el mesero – quien no nos dejó mover una mesa con el argumento “si la mueven y rompen algo, se los cobro. Si lo rompo yo, no me lo cobra nadie” – y salimos a caminar por la zona, buscando qué ver o qué comprar. Pocas cosas estaban abiertas. Descubrí la casa en donde nació el hombre que fundó la congregación de monjas que me educó (sí, ya sé, qué miedo) y estuvimos hablando con varios artesanos sobre la influenza, las ventas, etc, etc. Después de un par de cierres técnicos, volvimos a subir todo a la camioneta y a tomar camino. Yo de verdad ya quería llegar a Guadalajara.
Pasamos por la orilla del lago de Pátzcuaro, sin intenciones de embarcarnos. Como no se veía especialmente atractivo, ni siquiera nos bajamos. El siguiente punto en el recorrido era Tzintzuntzan, que también estaba parcialmente cerrado por orden del Obispo local. Sin embargo, logramos ver bastante de las ruinas por fuera, el patio principal del convento franciscano y la iglesia indígena (la de Nuestra Señora de los Dolores) que sí, es bastante escalofriante. Paseamos por el mercado de artesanía y luego nos fuimos hacia Quiroga, según nosotros a comprar más artesanía, pero no nos bajamos del coche al final. No se veía nada especialmente atractivo.
Mirando el mapa decidimos parar a comer en el lago de Cuamécuaro… pero no contábamos con que también era zona encuarentenada cortesía de la Secretaría de Salud del Estado de Michoacán. El asunto comenzaba a ser francamente ridículo. Comimos nueces, almendras y pasas en el coche, compramos fresas y moras en el mercado de abastos de Zamora (12 kilos por 100 pesos… 12 kilos de fresas por aproximadamente 7 euros) y seguimos camino a Guadalajara. Es más: pedimos encarnizadamente entrar a una autopista y llegar lo más pronto posible.
Al pasar la caseta de Zapotlanejo, nos detuvo un control sanitario. Nos preguntaron que si estábamos enfermos y de dónde veníamos y nos dieron un panfleto con instrucciones para evitar la influenza. Yo ya no atendía porque me sentía en casa. También había poco tráfico en Lázaro Cárdenas, y agradecí los árboles a lo largo de la Calzada. Cuando llegamos a casa de mi abuela, aquí estaban los novios. Yo respiré tranquila y me estuve riendo con mis primos un rato --- y J de nosotros. Me comí como media docena de pitayas y tuve un pequeño ataque de horror al encontrarme de frente con algunos elementos de mi pasado, empacados en cajas que aún no he podido abrir.
Salimos a cenar, a recomendación mía, de ese sushi tropicalizado al gusto mexicano que me gusta tanto. Resultó bueno, porque era menos pesado que comida típica. Llegamos a casa de regreso medio dormidos y nos metimos a la cama. Recordé en carne propia que mayo es malo para dormir en Guadalajara por el calor – pero lo logré… por lo menos hasta las seis de la mañana cuando tuve oportunidad de sentarme a actualizar todo esto.
Regresamos al hotel por nuestro desayuno que resultó, de nuevo, opíparo. Con excepción de J que pidió chilaquiles, todos pedimos tamales locales que tardaron y tardaron y tardaron en llegar… pero llegaron, recién hechos. Buenísimos. Nos estuvimos riendo con el mesero – quien no nos dejó mover una mesa con el argumento “si la mueven y rompen algo, se los cobro. Si lo rompo yo, no me lo cobra nadie” – y salimos a caminar por la zona, buscando qué ver o qué comprar. Pocas cosas estaban abiertas. Descubrí la casa en donde nació el hombre que fundó la congregación de monjas que me educó (sí, ya sé, qué miedo) y estuvimos hablando con varios artesanos sobre la influenza, las ventas, etc, etc. Después de un par de cierres técnicos, volvimos a subir todo a la camioneta y a tomar camino. Yo de verdad ya quería llegar a Guadalajara.
Pasamos por la orilla del lago de Pátzcuaro, sin intenciones de embarcarnos. Como no se veía especialmente atractivo, ni siquiera nos bajamos. El siguiente punto en el recorrido era Tzintzuntzan, que también estaba parcialmente cerrado por orden del Obispo local. Sin embargo, logramos ver bastante de las ruinas por fuera, el patio principal del convento franciscano y la iglesia indígena (la de Nuestra Señora de los Dolores) que sí, es bastante escalofriante. Paseamos por el mercado de artesanía y luego nos fuimos hacia Quiroga, según nosotros a comprar más artesanía, pero no nos bajamos del coche al final. No se veía nada especialmente atractivo.
Mirando el mapa decidimos parar a comer en el lago de Cuamécuaro… pero no contábamos con que también era zona encuarentenada cortesía de la Secretaría de Salud del Estado de Michoacán. El asunto comenzaba a ser francamente ridículo. Comimos nueces, almendras y pasas en el coche, compramos fresas y moras en el mercado de abastos de Zamora (12 kilos por 100 pesos… 12 kilos de fresas por aproximadamente 7 euros) y seguimos camino a Guadalajara. Es más: pedimos encarnizadamente entrar a una autopista y llegar lo más pronto posible.
Al pasar la caseta de Zapotlanejo, nos detuvo un control sanitario. Nos preguntaron que si estábamos enfermos y de dónde veníamos y nos dieron un panfleto con instrucciones para evitar la influenza. Yo ya no atendía porque me sentía en casa. También había poco tráfico en Lázaro Cárdenas, y agradecí los árboles a lo largo de la Calzada. Cuando llegamos a casa de mi abuela, aquí estaban los novios. Yo respiré tranquila y me estuve riendo con mis primos un rato --- y J de nosotros. Me comí como media docena de pitayas y tuve un pequeño ataque de horror al encontrarme de frente con algunos elementos de mi pasado, empacados en cajas que aún no he podido abrir.
Salimos a cenar, a recomendación mía, de ese sushi tropicalizado al gusto mexicano que me gusta tanto. Resultó bueno, porque era menos pesado que comida típica. Llegamos a casa de regreso medio dormidos y nos metimos a la cama. Recordé en carne propia que mayo es malo para dormir en Guadalajara por el calor – pero lo logré… por lo menos hasta las seis de la mañana cuando tuve oportunidad de sentarme a actualizar todo esto.
México – Día 9
Ya teníamos reserva para pasar la noche en Pátzcuaro, lo que implicaba unos 700 kilómetros de carretera por lo menos. Pero cuando me desperté, era lo que menos me preocupaba: primero me llegó la cruda moral por algunas cosas que había dicho. Después me incorporé y la cabeza me empezó a dar vueltas con bastante violencia. Vamos, que muy mal.
Desayuné a duras penas frente a las caras socarronas de todos. Ni siquiera estaba mareada, pero todo mi cuerpo estaba molesto conmigo. Me acosté un rato más y luego crucé a nado la alberca un par de veces lo que, increíblemente, me quitó gran parte del malestar. Todos los demás estaban perfectos. Salimos a carretera y yo me volví a dormir. Era la gran resacosa del cuento. Compramos gardenias y camelias apenas dejando Fortín y luego seguimos hacia el DF. La carretera estaba súper tranquila. Pasamos Puebla sin problemas y entramos a una Ciudad de México aún más fácil de transitar que en días anteriores. La cruzamos en apenas 45 minutos – toda una proeza sólo por extensión.
Decidimos llegar a comer algo ya después de las cuatro de la tarde al Estado de México. Como traemos a J comiendo sólo platos típicos, obligaba barbacoa de borrego. Estaba buenísima – pero nos cayó como piedra al estómago. Apenas si nos podíamos mover. Me pregunto, de verdad, cómo hacía mi padre (quien no deja que nadie más conduzca) para seguir al pie del cañón.
Ibamos haciendo planes de visita que se modificaron al ver la hora. Rodeamos Morelia, tan bonita, y salimos hacia Pátzcuaro, a donde llegamos ya tarde. El hotel era lindo y estaba en el centro, lo que nos permitió salir a caminar alrededor. A nadie se nos ocurría comernos nada y llegamos al hotel a bebernos unos alkaseltzers. Así, dormimos como benditos.
Desayuné a duras penas frente a las caras socarronas de todos. Ni siquiera estaba mareada, pero todo mi cuerpo estaba molesto conmigo. Me acosté un rato más y luego crucé a nado la alberca un par de veces lo que, increíblemente, me quitó gran parte del malestar. Todos los demás estaban perfectos. Salimos a carretera y yo me volví a dormir. Era la gran resacosa del cuento. Compramos gardenias y camelias apenas dejando Fortín y luego seguimos hacia el DF. La carretera estaba súper tranquila. Pasamos Puebla sin problemas y entramos a una Ciudad de México aún más fácil de transitar que en días anteriores. La cruzamos en apenas 45 minutos – toda una proeza sólo por extensión.
Decidimos llegar a comer algo ya después de las cuatro de la tarde al Estado de México. Como traemos a J comiendo sólo platos típicos, obligaba barbacoa de borrego. Estaba buenísima – pero nos cayó como piedra al estómago. Apenas si nos podíamos mover. Me pregunto, de verdad, cómo hacía mi padre (quien no deja que nadie más conduzca) para seguir al pie del cañón.
Ibamos haciendo planes de visita que se modificaron al ver la hora. Rodeamos Morelia, tan bonita, y salimos hacia Pátzcuaro, a donde llegamos ya tarde. El hotel era lindo y estaba en el centro, lo que nos permitió salir a caminar alrededor. A nadie se nos ocurría comernos nada y llegamos al hotel a bebernos unos alkaseltzers. Así, dormimos como benditos.
México – Día 8
Era el gran día de la boda. Fuimos a desayunar en grupos, mucho desayuno, la verdad y después yo trabajé un rato en la computadora y J leyó. Nos llamaba la alberca y acabamos ahí en remojo un rato con Sebastián y sus hermanos. Después salimos a arreglarnos y salir hacia la boda civil.
El sitio era una discoteca al estilo country. Como era de esperarse, el novio iba casi country y la novia espectacular. Nosotros, tomando fotos como si en eso se nos fuera la vida. Después de las firmas, el increíblemente solemne oficial del registro civil y el brindis, llegó de nuevo la jarana y comenzamos a comer. Hacia un calor tremendo, pero la música se mantenía a un volumen decente por ser en vivo y sin micrófonos. Comimos tranquilas hasta que se fueron los jaraneros. Entonces el grupo “versátil” – así se llaman en México los que tocan covers – inundó el sitio con un volumen demasiado fuerte. Igual, después de un rato y unos tequilas nos acoplamos y empezamos a bailar. Y seguimos bailando y tomando tequila hasta que se hizo noche cerrada y salimos de ahí muertas de risa. Ya sabía yo que no estaba del todo bien – se me fue un poco la lengua – pero no me enteraría qué tanto hasta el día siguiente. Si hacía cuentas, me había tomado unos 12 caballitos de tequila más unas 4 cervezas. Una barbaridad. Lo bueno es que Luis estaba contentísimo. Nunca en mi vida lo había visto tan contento. Y eso me confirmó que había sido una buena idea venir.
El sitio era una discoteca al estilo country. Como era de esperarse, el novio iba casi country y la novia espectacular. Nosotros, tomando fotos como si en eso se nos fuera la vida. Después de las firmas, el increíblemente solemne oficial del registro civil y el brindis, llegó de nuevo la jarana y comenzamos a comer. Hacia un calor tremendo, pero la música se mantenía a un volumen decente por ser en vivo y sin micrófonos. Comimos tranquilas hasta que se fueron los jaraneros. Entonces el grupo “versátil” – así se llaman en México los que tocan covers – inundó el sitio con un volumen demasiado fuerte. Igual, después de un rato y unos tequilas nos acoplamos y empezamos a bailar. Y seguimos bailando y tomando tequila hasta que se hizo noche cerrada y salimos de ahí muertas de risa. Ya sabía yo que no estaba del todo bien – se me fue un poco la lengua – pero no me enteraría qué tanto hasta el día siguiente. Si hacía cuentas, me había tomado unos 12 caballitos de tequila más unas 4 cervezas. Una barbaridad. Lo bueno es que Luis estaba contentísimo. Nunca en mi vida lo había visto tan contento. Y eso me confirmó que había sido una buena idea venir.
México – Día 7
Nos despertamos y arreglamos la ropa de boda, porque ahora teníamos que ir hacia Xalapa para la misa de acción de gracias de L. No boda, porque era la cuarta de él, pero sí misa porque a ella le hacía ilusión y tenía un sacerdote amigo que no tenía conflicto en hacerlo.
Como medidas de contingencia, en lugar de darnos un desayuno normal recibimos del hotel una especie de box lunch que nos comimos en los jardines, medio atendidos por el chico de recepción que nos llevaba café. La verdad fue hasta divertido y mucho mejor que la cena del día anterior. Después recogimos cosas, subimos al coche (cuatro mujeres y un hombre viajando en una furgoneta pueden ser MUCHAS cosas) y salimos hacia Xalapa medio vestidas de boda, temiendo que nos arrugáramos demasiado.
No hubo contratiempos en el camino y teníamos casi una hora antes de la ceremonia al llegar a la ciudad. Yo estaba contenta porque veríamos el centro histórico de una de las ciudades que más me llaman la atención en México y no conozco, pero resultó que a pesar de la influenza y todo, no habían cancelado el desfile del Primero de Mayo y nos gastamos nuestros minutos extras en un embotellamiento de tráfico en las zonas más feas de la ciudad y luego intentando encontrar la iglesia, que resultó ser una parroquia de lo más deslucida en una zona alejada. Total, que entramos a misa y escuché quizá una de las celebraciones más suigeneris en mi vida. La iglesia, que no tenía ni un sola imagen de un cristo crucificado, era reino absoluto del sacerdote, quien además de bendecir a los novios, hizo lo mismo con los niños, realizó oraciones por los difuntos, bendijo una cruz para una construcción y pidió a los músicos que le tocaran un pedazo de las Bodas de Alonso. Todo en uno. Al salir, tomamos fotos y nos dividimos en los carros para hacer otras dos horas de camino hacia Fortín, donde tendríamos una comida.
Bueno, eran dos horas de camino inicialmente, si hubiéramos tomado la desviación correcta hacia Córdoba. Como no lo hicimos y el pobre de mi papá traía a cinco copilotos en el coche, nos tardamos una hora más. Nos fuimos por la carretera libre, llegamos hasta Coatepec, después nos regresamos por una zona de rápidos y dimos una vista general a la Sierra Madre Oriental. Al final, lo bueno es que J estaba encantada y Sebastián – quien estaba encargado de descubrir que todavía tiene tíos que no conoce, como yo por ejemplo – nos mantuvo entretenidas contándonos todo sobre sus películas favoritas. J, extrañando a sus niños, comenzó a hablar en uruguayo para mi encanto absoluto. Cuando por fin llegamos, fuimos el hazmerreír de la fiesta: afortunadamente alcanzamos comida que más bien nos funcionó como cena. Entre eso, unas cervezas, unos tequilas y los jaraneros, nos reímos un buen rato hasta que llegó el momento de ir a descansar. Nos seducía sobre todo la posibilidad de pasar, por fin, dos noches seguidas en un hotel.
Como medidas de contingencia, en lugar de darnos un desayuno normal recibimos del hotel una especie de box lunch que nos comimos en los jardines, medio atendidos por el chico de recepción que nos llevaba café. La verdad fue hasta divertido y mucho mejor que la cena del día anterior. Después recogimos cosas, subimos al coche (cuatro mujeres y un hombre viajando en una furgoneta pueden ser MUCHAS cosas) y salimos hacia Xalapa medio vestidas de boda, temiendo que nos arrugáramos demasiado.
No hubo contratiempos en el camino y teníamos casi una hora antes de la ceremonia al llegar a la ciudad. Yo estaba contenta porque veríamos el centro histórico de una de las ciudades que más me llaman la atención en México y no conozco, pero resultó que a pesar de la influenza y todo, no habían cancelado el desfile del Primero de Mayo y nos gastamos nuestros minutos extras en un embotellamiento de tráfico en las zonas más feas de la ciudad y luego intentando encontrar la iglesia, que resultó ser una parroquia de lo más deslucida en una zona alejada. Total, que entramos a misa y escuché quizá una de las celebraciones más suigeneris en mi vida. La iglesia, que no tenía ni un sola imagen de un cristo crucificado, era reino absoluto del sacerdote, quien además de bendecir a los novios, hizo lo mismo con los niños, realizó oraciones por los difuntos, bendijo una cruz para una construcción y pidió a los músicos que le tocaran un pedazo de las Bodas de Alonso. Todo en uno. Al salir, tomamos fotos y nos dividimos en los carros para hacer otras dos horas de camino hacia Fortín, donde tendríamos una comida.
Bueno, eran dos horas de camino inicialmente, si hubiéramos tomado la desviación correcta hacia Córdoba. Como no lo hicimos y el pobre de mi papá traía a cinco copilotos en el coche, nos tardamos una hora más. Nos fuimos por la carretera libre, llegamos hasta Coatepec, después nos regresamos por una zona de rápidos y dimos una vista general a la Sierra Madre Oriental. Al final, lo bueno es que J estaba encantada y Sebastián – quien estaba encargado de descubrir que todavía tiene tíos que no conoce, como yo por ejemplo – nos mantuvo entretenidas contándonos todo sobre sus películas favoritas. J, extrañando a sus niños, comenzó a hablar en uruguayo para mi encanto absoluto. Cuando por fin llegamos, fuimos el hazmerreír de la fiesta: afortunadamente alcanzamos comida que más bien nos funcionó como cena. Entre eso, unas cervezas, unos tequilas y los jaraneros, nos reímos un buen rato hasta que llegó el momento de ir a descansar. Nos seducía sobre todo la posibilidad de pasar, por fin, dos noches seguidas en un hotel.
México – Día 6
Amanecimos al calor sofocante de Poza Rica con la música de fondo de la planta tratadora de agua del hotel. Después del baño, nos fuimos a desayunar al restaurante del hotel donde había gente con tapabocas y otros que pasaban directamente del asunto. Se confirmaron las sospechas de mi padre y mías: el sitio era caro porque estaba lleno de petroleros que iban a hacer cosas a las refinerías.
Aunque no era precisamente atractivo a los ojos, el desayuno resultó ser especialmente bueno. Desayunamos mucho, largo, con plática y nos fuimos por las maletas. A 15 kilómetros estaba el Tajín. La pregunta era si estaba o no abierto. En el camino, compramos lichis a 20 pesos el kilo.
Al llegar al Tajín tuvimos malos presentimientos frente a la falta absoluta de coches. Habíamos albergado la esperanza de que, al ser un parque al aire libre, no lo hubiesen cerrados. Ah, ingenuos de nosotros. El INAH tiene a todas sus zonas arqueológicas en cuarentena. Ante la frustración de J, ella y mi padre intentaron colarse, hasta que se toparon con un guardia que les hizo muy mala cara. Pues nada: a tomar fotos literalmente desde la barrera. Conocimos a un indígena que les enseñó a saludar en totonaco y que nos pidió cambió para vender unas camisetas. Nos encontramos con una arqueóloga de muy mala leche que pretendía que mi padre moviera la camioneta: “esta no es zona de estacionamiento”, afirmaba. Los vendedores con los que estábamos hablando la tildaron de loca: “está como cabra. Ella no es jefa aquí. Será jefa en las ruinas, pero no acá. No se preocupen”. Compramos chucherías varias en el mercadillo y tomamos carretera de nuevo, a ver si en Papantla encontrábamos algo más.
Resultó que Papantla tiene mucho tráfico, una presidencia municipal pintada como pastel de quinceaños, un kiosco mono y una iglesia con el palo de los voladores enfrente. Y ya. Ah, y la escultura del volador a lo lejos – y en la Iglesia, las oraciones también escritas en totonaco, junto a los grabados en madera de las orquídeas de la vainilla. Nos tomamos un helado y seguimos camino otra vez: queríamos llegar a dormir al buen puerto de Veracruz.
Tomamos una carretera costera por un territorio que se llama la Costa Esmeralda. Es espectacular. A la mitad, en Playa Gorda, nos paramos para que J se diera un chapuzón en las aguas del Golfo de México. Nosotros sólo metimos los pies. Estuvimos un buen rato caminando, disfrutando de las playas desiertas cortesía del pánico a la influenza. De nuevo en el coche, estuvimos mirando las playas hasta llegar al enorme puerto de Veracruz. Fue fácil encontrar el hotel – en donde estaban en pánico total. Baste decir que en lugar de dulces en la recepción, había una canastita con tapabocas. Hicimos el checkin, los convencimos para que nos dieran una cama extra y decidimos salir en busca (por fin) de comida.
Yo, que soy la clásica que quiere hacer lo que “se debe hacer”, moría de ganas por ir al Café de la Parroquia. Me imaginaba comiendo algo riquísimo y tomándome mi café. Oh, error. El servicio fue malísimo. Y mejor que la comida, que era como vieja o de plástico. Terrible. Caminamos después un rato por los portales y regresamos al hotel a descansar nuestro cuerpo maltrecho de tanta carretera. Atrás de nuestro hotel estaba la logia masónica de Veracruz. Tomamos unas fotos, miramos un mapa y luego intentamos ver la tele: no lo logramos – a los 15 minutos estábamos todas dormidas.
Aunque no era precisamente atractivo a los ojos, el desayuno resultó ser especialmente bueno. Desayunamos mucho, largo, con plática y nos fuimos por las maletas. A 15 kilómetros estaba el Tajín. La pregunta era si estaba o no abierto. En el camino, compramos lichis a 20 pesos el kilo.
Al llegar al Tajín tuvimos malos presentimientos frente a la falta absoluta de coches. Habíamos albergado la esperanza de que, al ser un parque al aire libre, no lo hubiesen cerrados. Ah, ingenuos de nosotros. El INAH tiene a todas sus zonas arqueológicas en cuarentena. Ante la frustración de J, ella y mi padre intentaron colarse, hasta que se toparon con un guardia que les hizo muy mala cara. Pues nada: a tomar fotos literalmente desde la barrera. Conocimos a un indígena que les enseñó a saludar en totonaco y que nos pidió cambió para vender unas camisetas. Nos encontramos con una arqueóloga de muy mala leche que pretendía que mi padre moviera la camioneta: “esta no es zona de estacionamiento”, afirmaba. Los vendedores con los que estábamos hablando la tildaron de loca: “está como cabra. Ella no es jefa aquí. Será jefa en las ruinas, pero no acá. No se preocupen”. Compramos chucherías varias en el mercadillo y tomamos carretera de nuevo, a ver si en Papantla encontrábamos algo más.
Resultó que Papantla tiene mucho tráfico, una presidencia municipal pintada como pastel de quinceaños, un kiosco mono y una iglesia con el palo de los voladores enfrente. Y ya. Ah, y la escultura del volador a lo lejos – y en la Iglesia, las oraciones también escritas en totonaco, junto a los grabados en madera de las orquídeas de la vainilla. Nos tomamos un helado y seguimos camino otra vez: queríamos llegar a dormir al buen puerto de Veracruz.
Tomamos una carretera costera por un territorio que se llama la Costa Esmeralda. Es espectacular. A la mitad, en Playa Gorda, nos paramos para que J se diera un chapuzón en las aguas del Golfo de México. Nosotros sólo metimos los pies. Estuvimos un buen rato caminando, disfrutando de las playas desiertas cortesía del pánico a la influenza. De nuevo en el coche, estuvimos mirando las playas hasta llegar al enorme puerto de Veracruz. Fue fácil encontrar el hotel – en donde estaban en pánico total. Baste decir que en lugar de dulces en la recepción, había una canastita con tapabocas. Hicimos el checkin, los convencimos para que nos dieran una cama extra y decidimos salir en busca (por fin) de comida.
Yo, que soy la clásica que quiere hacer lo que “se debe hacer”, moría de ganas por ir al Café de la Parroquia. Me imaginaba comiendo algo riquísimo y tomándome mi café. Oh, error. El servicio fue malísimo. Y mejor que la comida, que era como vieja o de plástico. Terrible. Caminamos después un rato por los portales y regresamos al hotel a descansar nuestro cuerpo maltrecho de tanta carretera. Atrás de nuestro hotel estaba la logia masónica de Veracruz. Tomamos unas fotos, miramos un mapa y luego intentamos ver la tele: no lo logramos – a los 15 minutos estábamos todas dormidas.
México – Día 5
Finalmente, nos tocaba salir de la ciudad. Yo, sin embargo, todavía estaba bastante molesta por no haber podido ver a muchos de mis amigos que o estaban trabajando o iban atemorizados por la influenza. La otra imposibilidad de vernos era que no había nada abierto. Entonces acordamos con Fabiola y Berenice que vendrían a casa, haríamos desayuno aquí y nos olvidaríamos de la influenza. Así pasó: hicimos desayuno completo para las cuatro y nos pasamos un par de horas muertas de risa, interrumpidas sólo por las múltiples llamadas telefónicas con múltiples tonos desde los múltiples celulares de la más ocupada de las cuatro. A veces me siento taaaan orgullosa con mis amigos taaaaan importantes.
Después salimos J y yo a acompañarlas al coche de Fabiola. Quedamos de vernos con ellas en Guadalajara y fuimos a comprar más previsiones para la comida. Mis padres habían avisado que habían salido rumbo al DF temprano, con Martha, para recogernos y de ahí irnos a Veracruz. Como sabía del nerviosismo de mi mamá al respecto del tema influenza y que todo estaba cerrado, pensamos que lo mejor era hacer una comida ligera en casa y después embarcarnos al resto del camino.
El supermercado de la Condesa estaba lleno, pero no puedo decir que eran compras de pánico. Tomamos los mínimos que estábamos buscando y decidimos formarnos en filas contiguas, para lograr la mayor rapidez posible. De pronto, J se inclinó hacia un lado para ver algo que le llamó la atención y ví a una mujer que misteriosamente se puso a su lado derecho: colándose. Respiré profundo. Siempre odié eso de la Ciudad de México. Pero resulta que la mujer era del peor tipo de coladas – de las que además te quieren hacer creer que tú te colaste. “Yo iba detrás del señor, ¿eh?”, le reclamó airada a J cuando ésta se indignó. Yo sólo ví a J cambiar de color y comenzar a hablar cada vez más fuerte y más castellano puro: “¿pero te das cuenta que morro, Cinthya? ¡esta mujer se quiere colar! ¡y dice que la que me colo soy yo!”.
Creo que la debe haber escuchado hasta el gerente. La colada impasible y yo tratando de calmar a J para que no le hiciera caso. Finalmente se fue junto conmigo y en su rabieta me dijo, otra vez en voz muy alta: “mira que le voy a toser encima, a ver si se le quita”. El chico que estaba delante de nosotros, con un tapabocas súper sofisticado, estalló en carcajadas. Resultó después que también era español (nos dimos cuenta por su súper y su gracias con c marcada) y creo que le hicimos el día. Salimos más tranquilas después de reirnos un poco a las costillas del monstruo.
Ya en casa, estuvimos compartiendo la cocina con Don E, el “mayordomo” de la casa que la deja impecable siempre. Terminamos de cocinar y mis papás llegaron. Como preveía, no se querían bajar del coche pero los convencí de que era el mejor panorama posible. Comimos sandwiches, entramos al baño, subimos las maletas y salimos con rumbo a Puebla.
Aunque había menos tráfico que lo usual, nos quedamos parados por ahí de la Ciudad de los Deportes. J no podía creer tantos coches, tantas casas, una ciudad tan grande. Yo fui recorriendo con los ojos un pasado que se antoja reciente, pero no lo es. Dolor de pancita y después, salida a la autopista por fin. Nos perdimos un poco para salir a Poza Rica, pero después tomamos rápido el camino.
Era de noche y estábamos cansados. Yo comenzaba a tener ganas de ir al baño y, la verdad, un poco de hambre. De pronto vimos luces intermitentes y muchos autos detenidos en la carretera. Nos detuvimos y a los quince minutos bajamos a preguntar. Parecía que como un par de kilómetros más adelante un camión de naranjas y una pipa habían chocado y estaban esperando a un federal. Yo recé para que el federal llegara rápido.
Pero no lo hizo. Pasamos tres horas subiendo y bajando de la camioneta, hablando a la luz de la luna, riéndonos de la situación, comentando con los otros conductores y cosas así. J y mi padre se durmieron. Pasada la medianoche, por fin escuchamos y después vimos a una especie de batimóvil acercarse: el federal, que venía ahora sí a 180 kilómetros por hora. 15 minutos después nos movíamos.
Llegamos a Poza Rica y nos costó encontrar la zona de hoteles. Teníamos una recomendación de guía que estaba llena, pero ahí nos mandaron al hotel pijo de la ciudad. “Es muy bonito: tiene alberca y cancha de frontón”. No teníamos paciencia para buscar nada más y nos fuimos al hotel caro. Sólo llegar, nos dividimos los cuartos y caímos en redondo. Yo, previsora, quería hacer una reserva para la noche próxima pero no pude. Me dormí prácticamente encima del teclado de la computadora.
Después salimos J y yo a acompañarlas al coche de Fabiola. Quedamos de vernos con ellas en Guadalajara y fuimos a comprar más previsiones para la comida. Mis padres habían avisado que habían salido rumbo al DF temprano, con Martha, para recogernos y de ahí irnos a Veracruz. Como sabía del nerviosismo de mi mamá al respecto del tema influenza y que todo estaba cerrado, pensamos que lo mejor era hacer una comida ligera en casa y después embarcarnos al resto del camino.
El supermercado de la Condesa estaba lleno, pero no puedo decir que eran compras de pánico. Tomamos los mínimos que estábamos buscando y decidimos formarnos en filas contiguas, para lograr la mayor rapidez posible. De pronto, J se inclinó hacia un lado para ver algo que le llamó la atención y ví a una mujer que misteriosamente se puso a su lado derecho: colándose. Respiré profundo. Siempre odié eso de la Ciudad de México. Pero resulta que la mujer era del peor tipo de coladas – de las que además te quieren hacer creer que tú te colaste. “Yo iba detrás del señor, ¿eh?”, le reclamó airada a J cuando ésta se indignó. Yo sólo ví a J cambiar de color y comenzar a hablar cada vez más fuerte y más castellano puro: “¿pero te das cuenta que morro, Cinthya? ¡esta mujer se quiere colar! ¡y dice que la que me colo soy yo!”.
Creo que la debe haber escuchado hasta el gerente. La colada impasible y yo tratando de calmar a J para que no le hiciera caso. Finalmente se fue junto conmigo y en su rabieta me dijo, otra vez en voz muy alta: “mira que le voy a toser encima, a ver si se le quita”. El chico que estaba delante de nosotros, con un tapabocas súper sofisticado, estalló en carcajadas. Resultó después que también era español (nos dimos cuenta por su súper y su gracias con c marcada) y creo que le hicimos el día. Salimos más tranquilas después de reirnos un poco a las costillas del monstruo.
Ya en casa, estuvimos compartiendo la cocina con Don E, el “mayordomo” de la casa que la deja impecable siempre. Terminamos de cocinar y mis papás llegaron. Como preveía, no se querían bajar del coche pero los convencí de que era el mejor panorama posible. Comimos sandwiches, entramos al baño, subimos las maletas y salimos con rumbo a Puebla.
Aunque había menos tráfico que lo usual, nos quedamos parados por ahí de la Ciudad de los Deportes. J no podía creer tantos coches, tantas casas, una ciudad tan grande. Yo fui recorriendo con los ojos un pasado que se antoja reciente, pero no lo es. Dolor de pancita y después, salida a la autopista por fin. Nos perdimos un poco para salir a Poza Rica, pero después tomamos rápido el camino.
Era de noche y estábamos cansados. Yo comenzaba a tener ganas de ir al baño y, la verdad, un poco de hambre. De pronto vimos luces intermitentes y muchos autos detenidos en la carretera. Nos detuvimos y a los quince minutos bajamos a preguntar. Parecía que como un par de kilómetros más adelante un camión de naranjas y una pipa habían chocado y estaban esperando a un federal. Yo recé para que el federal llegara rápido.
Pero no lo hizo. Pasamos tres horas subiendo y bajando de la camioneta, hablando a la luz de la luna, riéndonos de la situación, comentando con los otros conductores y cosas así. J y mi padre se durmieron. Pasada la medianoche, por fin escuchamos y después vimos a una especie de batimóvil acercarse: el federal, que venía ahora sí a 180 kilómetros por hora. 15 minutos después nos movíamos.
Llegamos a Poza Rica y nos costó encontrar la zona de hoteles. Teníamos una recomendación de guía que estaba llena, pero ahí nos mandaron al hotel pijo de la ciudad. “Es muy bonito: tiene alberca y cancha de frontón”. No teníamos paciencia para buscar nada más y nos fuimos al hotel caro. Sólo llegar, nos dividimos los cuartos y caímos en redondo. Yo, previsora, quería hacer una reserva para la noche próxima pero no pude. Me dormí prácticamente encima del teclado de la computadora.
México - Día 11
Desde las 6 hasta las 9 de la mañana, teclée y tecleé para intentar actualizar este blog casi olvidado. Después comenzó el movimiento familiar. Baño, desayuno, sobremesa y salimos J, el hermano Diego y yo corriendo hacia el centro, con mi padre de chofer. Nos dejó en la Rotonda de los Jalisciences Ilustres. J tuvo un tour de varias horas por el centro con dos guías como de miedo: una ex-periodista y un aspirante a arquitecto. Pero creo que hasta lo hicimos bien.
Uno de los puntos altos fue que, a pesar de la contingencia, pudimos entrar a Palacio de Gobierno. Por lo menos le tocó a J un edificio oficial CON murales, y muy impactantes por cierto. Después pasamos por la plaza Tapatía en remodelación, y el Degollado y el Hospicio Cabañas cerrados a cal y canto. Ahí estaba nuestro momento estelar - el mercado de San Juan de Dios.
Hicimos como tocaba ante los 34 grados de temperatura: compramos huaraches artesanos para nosotros y para los niños en Barcelona. Miramos a Diego probarse otros y seguimos haciendo la compra del souvenir. Yo me tomé un litro de agua de lima. J de fresa. Subimos a la zona de la fayuca y luego bajamos al piso de la comida, donde una señora muy amablemente acomodó sus chiles rellenos para que yo les tomara fotos.
El siguiente punto del kitsch fue hacer a J caminar por Morelos y ver las tiendas de vestidos para novias y para quinceañeras. Azorada, intentó tomar fotos, pero las dependientas la pararon: no fuera a ser que nos quisieramos robar sus diseños de vestidos morados tornasoles imposibles. Otra vez risas.
Mi papá anunció su llegada y corrimos a la biblioteca Iberoamericana que, por supuesto, también estaba cerrada. De regreso a la Rotonda, donde durante la espera un "arte-zángano" según su propia definición, nos vendió media docena de pendientes (aretes). Llegó mi padre, fuimos a buscar al resto de la familia y nos fuimos a comer birria al Chololo - camino a la carretera de Chapala. Opípara y no alcohólica comida (ah, la contingencia) y luego visita a la casa nueva de Martha y a la de Dulce María. Era como si le estuvieramos dando a J el tour de los bienes raíces que, por supuesto, no acabó ahí: fuimos a ver la casa de mis padres y luego a visitar a mi abuelita.
Esa noche dejé a J ver una película mientras yo tomaba cervezas con un par de cronopios en pleno movimiento. Y de regreso yo pensaba: "ah, la ciudad... la hermosísima ciudad".
Uno de los puntos altos fue que, a pesar de la contingencia, pudimos entrar a Palacio de Gobierno. Por lo menos le tocó a J un edificio oficial CON murales, y muy impactantes por cierto. Después pasamos por la plaza Tapatía en remodelación, y el Degollado y el Hospicio Cabañas cerrados a cal y canto. Ahí estaba nuestro momento estelar - el mercado de San Juan de Dios.
Hicimos como tocaba ante los 34 grados de temperatura: compramos huaraches artesanos para nosotros y para los niños en Barcelona. Miramos a Diego probarse otros y seguimos haciendo la compra del souvenir. Yo me tomé un litro de agua de lima. J de fresa. Subimos a la zona de la fayuca y luego bajamos al piso de la comida, donde una señora muy amablemente acomodó sus chiles rellenos para que yo les tomara fotos.
El siguiente punto del kitsch fue hacer a J caminar por Morelos y ver las tiendas de vestidos para novias y para quinceañeras. Azorada, intentó tomar fotos, pero las dependientas la pararon: no fuera a ser que nos quisieramos robar sus diseños de vestidos morados tornasoles imposibles. Otra vez risas.
Mi papá anunció su llegada y corrimos a la biblioteca Iberoamericana que, por supuesto, también estaba cerrada. De regreso a la Rotonda, donde durante la espera un "arte-zángano" según su propia definición, nos vendió media docena de pendientes (aretes). Llegó mi padre, fuimos a buscar al resto de la familia y nos fuimos a comer birria al Chololo - camino a la carretera de Chapala. Opípara y no alcohólica comida (ah, la contingencia) y luego visita a la casa nueva de Martha y a la de Dulce María. Era como si le estuvieramos dando a J el tour de los bienes raíces que, por supuesto, no acabó ahí: fuimos a ver la casa de mis padres y luego a visitar a mi abuelita.
Esa noche dejé a J ver una película mientras yo tomaba cervezas con un par de cronopios en pleno movimiento. Y de regreso yo pensaba: "ah, la ciudad... la hermosísima ciudad".
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