A mí, los personajes históricos que más me gustan son esos a que uno ve como malos-malos-malos y locos-locos-locos. No puedo dejar de preguntarme qué sentirían, que tipo de rabia absurda o felicidad incesante llenaría su cabeza cuando decidieron hacer tal o cual cosa.
Y me imagino a Nerón, en la parte más negra de la leyenda que se le atribuye. Lo imagino planeando el incendio de Roma y la posibilidad de, al paso de las llamas, poder reconstruirla a su antojo. Me gusta pensarlo con su lira, con una hoja a un lado, donde iba haciendo anotaciones de las nuevas cosas que le gustaría poner en su nuevo espacio vacío.
Y pienso en otro antiguo, en Alejandro Magno, y en sus barcos llenos de soldados engarrotados de miedo al llegar a la costa. Lo imagino ordenando con voz serena el desembarco y después la quema de las naves. Casi puedo tocarlo mientras mira el fuego y a sus hombres, que lo observan a su vez entre extasiados y horrorizados. Lo escucho gritar que la única manera de regresar a casa es matando a los enemigos para tomar sus naves - que sólo la victoria garantiza el retorno a las cosas que amamos.
Mi Roma, mis naves, son mucho más pequeñas. Yo, que tengo el síndrome culposo que hace pedirle perdón a todo el mundo por todas las cosas, de pronto me encontré a mano algo para quemar, algo que no tenía ni cucarachas adentro. La única verdad es que me gustaría ahora ver las brazas, o las llamas, de lo que se está quemando. Oler la posibilidad de reconstruir una nueva ciudad a mí gusto. Paladear la certeza de que ya no tengo mi barco para regresar y, o mato a mis enemigos, o me quedo lejos, lejos de casa.
En la certeza del fuego, en las cenizas de lo deseado, en la transfiguración de los sueños, ahí estoy. Con fé. Afortunadamente con fé.
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