23.1.09

Homenaje al Compañero de Piso Perfecto (o Historia Escatológica de Dolor)

Primer dato objetivo: he perdido casi tres kilos en la última semana. Segundo dato objetivo: no estoy de dieta. Acabé la madrugada del martes en el hospital.

Eso de que las mujeres tenemos un umbral de dolor alto es cierto. Y quienes hemos sufrido de cólicos pre-menstruales, gastritis, colitis y otitis varias digamos que nos hemos vuelto especialmente aguantadoras. Por eso me pareció raro la tercera vez que me levanté en la noche doblada de dolor. Dí unas patadas futboleras para ver si se intensificaba y me autodiagnósticaba una apendicitis. Me dolía tanto que no supe si me dolía más al patear.

Me vestí en automático. Todavía no eran las seis de la mañana. Marco, mi compañero de piso - amigo de años -, dormía. Me pareció horrible despertarlo. Era cuestión de encontrar un taxi y llegar al hospital donde mi seguro era válido. Listo. Seguro se trataba sólo de eso.

El viaje al hospital resultó una odisea. Me pasé más de seis horas en el diagnóstico, entre pruebas de sangre, orina, ecografías, doctores y enfermeras. Tuve que ponerme un poquito necia para que me pusieran drogas de verdad. Puedo verme a mi misma recorriendo como jaguar enjaulado la consulta de urgencias, en espera de que me pusieran una vía con suero y un analgésico. Cuando por fin el analgésico llegó, me hicieron todas las pruebas y me dejaron acostarme en una camilla en lo que salían los resultados, le hablé a Marco. Sólo para ponerlo en antecedentes y para que, si algo pasaba, pudiera ir por mí. Se puso como un basilisco porque no lo llamé en la mañana. Después de eso estuvo monitoreándome hasta que salí de ahí y me fui para casa.

Llegué a casa aún tonta por el analgésico intravenoso, pero con inicio de dolor otra vez. El diagnóstico era piedras en el riñon. O sea que lo que tocaba era aguantarse. Compré el medicamento y algo para comer. Me subí a casa. Intenté comer. Me quedé dormida. Me dolía. Me volví a dormir. Vomitaba de dolor y dormía. Ese era mi estado. Las drogas que me habían mandado no me hacían nada. Cuando Marco llegó, en la noche, me acababa de tomar otro tanto, esperando que estaba vez sí funcionaran. Pero la verdad es que ya no era capaz ni de hilar palabra.

Me interrogó. Quiso saber exactamente qué había comido y a qué horas. Me dijo que tenía que ir al súper porque no teníamos nada en la nevera. Me preguntó que qué quería comer. Sólo pude musitar que un yogurt o algo fácil de tragar. Cuando se fue, yo estaba sumida en las cobijas.

Cuando regresó yo ya me había mudado al sillón de la sala. El dolor me tenía otra vez perdida, caminando, sin atención. Me picó un durazno en almíbar, me dio un yogurt y un plátano. Me vió retorcerme y hablar con mi mamá y con mi tía, quienes me dieron el nombre de un medicamento que sí serviría para quitarme el dolor. Al colgar, Marco revisó el medicamento en internet y se dio cuenta que en España eso no existía. Buscó de qué se trataba y se lanzó a la farmacia, donde comenzó una pesquisa con el farmaceútico y regresó con una medicina que era lo que más se parecía a lo que había recomendado mi mamá.

Yo ya no quería tomarme nada. Pero sacó las pastillas y me las puso en la mano, me trajo el antibiótico y el protector de estómago y un vaso de agua. Y me miró con unos ojos de pistola que aún en mi lecho (literal) de dolor sirvieron de algo. Me lo tomé. Me repatingué en el sillón y me cubrió con mi cobijita. Me dolía tanto que no podía ni llorar.

Cinco minutos después, comencé a sentir cómo mi estómago se descongestionaba, mi cabeza dejaba de punzar, el dolor se iba. "Marco... ya me está haciendo efecto". Se acercó, me dijo que qué bueno y me acompañó a mi cama. Me acosté y me quedé ahí, hablando por teléfono, y luego me dormí.

Al otro día me habló temprano. Me dijo que había dejado cosas para que hiciera algo de comer listas, fáciles, si tenía ganas. Que había yogurt y todo en el refri. A mí ya no me dolía el estómago - previa toma del analgésico - pero me sentía como un zombie. Deambulé un poquito por la casa. Hice la comida. Hice té. Y me dormí. Ahora lo que me daba naúseas era el analgésico. Pero mejor vomitar por eso que por dolor. En la noche llegó Marco, corrigió el horroroso caldo de pollo que había hecho yo y me escuchó contar la historia de mi día de enferma. Con todos sus escatológicos detalles.

Ayer estuve mejor. Ya pude leer, ver la televisión, dormí menos. Comí sola. En la noche, Marco llegó y, en lugar de salir, se quedó aquí. Me hizo de cenar, hablamos un rato. Me preguntó cómo me sentía. Se hizo cargo.

Desde que llegué a Barcelona, he escuchado incontables veces historias de los compañeros de piso de terror. Y yo, de pronto, tuve la suerte de encontrarme con alguien que humano como todos, es de lo mejor que puede tener uno para compartir la casa.

(Acabamos de comer. Hizo café y ahora se va a hacer la siesta. Rodeados por tantas dudas, por tantas incertidumbres, sólo me gustaría saber que él sabe lo mucho que agradezco tenerlo a mi lado)

3 comentarios:

Anónimo dijo...

Lamento que tuvieses que pasar por eso y envidio tu compañia. Es bueno tener a alguién como tu compañero de piso. Yo también tengo suerte en tener buenas amistades pero a veces se hecha en falta a alguien que este para lo bueno y lo malo. Cosas de vivir solo (y que dure). Un saludo y felicidades por tu blog

mariana m* dijo...

¡Què envidia! Pero de la buena, je. Oiga, justamente yo estoy buscando una nueva habitaciòn, por ahì si sabe de algo por sus rumbos. Y del pay, ¡ya estoy buscando recetas! Hay que armar un dìa para hornearlos, ya que te mejores. Hasta invitamos a la Arabella ;)

Averigua bien si son las mentadas piedras las causantes del dolor, porque para los diagnòsticos, acà se pintan sòlos :S

Shatzy Shell, desde la estacion... dijo...

yo también tengo la suerte de contar con un compañero de piso único, bien por eso!
ojalá y ya estés mejor, besos.