Hay cosas que modificamos por voluntad, con claridad de elección. Dejamos de tomar azúcar y la cambiamos por sacarina. Corremos sobre una banda sin fin en un gimnasio. Tenemos un perro electrónico que ladra, pero no necesita salir a pasear. Compramos ropa que parece de algodón pero está modificada, para plancharse más fácil. Todo eso que, como diría Silvio Rodríguez, "no es lo mismo pero es igual".
Al final de cuentas, no engañamos a nadie. Ni a nosotros mismos. Y la cocacola light no sustituye en realidad una copa de vino, las salchichas con sal y limón y la bolsa de palomitas son el vago remedo de una cena, el chick-flick en la televisión es un muy pobre sucedáneo de una buena novela romántica, y la llamada telefónica por larga y sentida que sea, por más que pongamos atención en los ruidos que se escuchan del otro lado de la línea, no tiene mucho que ver con el diálogo cara a cara, con todo lo que dicen los ojos de tu madre o las incesantes manos de tu padre. Los 60 minutos pegados al teléfono no reemplazan una plática de cinco en una banqueta, bajo la brisa del invierno tropical. Y por supuesto, por más que apretemos el auricular contra la mejilla, nada se compara con la sensación de siseo de una voz cálida en tu oído. El acurrucarse contra una almohada nunca será lo mismo que recibir un abrazo.
Pero uno se engaña, como debe ser. Es "un buen chico". Al final del día, es la ilusión de que the real thing está al otro lado lo que nos mantiene. Eso. Y el engaño - "este que ves, engaño colorido" - es, para desconcierto de Sor Juana, lo más vivo, lo más brillante, todo lo que hay.
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1 comentario:
Y eso, sin el engaño ¿qué seríamos a veces?
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