19.2.10

Viernes, temprano

Hay un silencio respetuoso en el tren. La gente escucha música, trabaja, come sándwiches de queso, repasa mentalmente si no se le olvidó nada para el viaje. Llegamos a la estación del aeropuerto. Salen los que llevan maletas. Y entra una avalancha de ingleses vestidos en la ropa más increíble: algunos de ellos sobre todo, uno que es una emfermera con enormes labios rojos y otro como no sé, una especie de prostituta.

Ríen a carcajadas. Se quejan de que no se puede fumar en el tren. De que los holandeses sólo venden mariguana en los coffee shops. Se burlan de los amigos que no están. Inventan rumores al respecto de ellos. Hablan mal de los homosexuales. Se burlan de todo y de todos...

A veces no sé si no les importa o si no se dan cuenta que el hecho de que estén en el extranjero no les permite gritar como guacamayas de cualquier tema, como si la gente a su alrededor no los entendieran. Porque, además de ser groseros con el volumen, sí les entendemos. El hecho de que una gran parte del mundo tengamos como segunda lengua el inglés (por haberlo estudiado toda la vida, en búsqueda de un esperanto lejano) les impide la relativa intimidad que da hablar otra lengua.

En fin, que llegamos al centro de Ámsterdam sin mayores incidentes. Pero con ellos hablando a gritos sobre el súper fin de semana que les esperaba.

La verdad es que los odié un poquito.

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