Sobre todo en las grandes ciudades, tengo la mala costumbre de buscar señales - signos de buena voluntad. Son masivas, anónimas, extrañas. Y al mismo tiempo se parecen tanto entre sí. Los conductores en Ámsterdam son los mismos que hay en Roma, en Madrid, en NY o en el DF: malhumorados, a la ofensiva, agresivos. La gente no se mira. Es fácil saber quiénes viven ahí y quienes están de visita: unos miran hacia arriba y los otros hacia abajo.
Hace justo una semana tomé un tren de mañana a Ámsterdam, a ver qué sucedía. Qué encontraba ahí. A buscar a dos mitos de mi infancia. A buscar una señal.
No pedí un mapa. No pedí ayuda. Me perdí en las calles, buscando algo. Ví en mi primer paseo una librería de viejo, cerrada. Fuí a buscar al primer mito. Lo encontré, lo desmonté y luego seguí caminando. Regresé a la calle. La puerta estaba abierta. Un hombre de cabello totalmente blanco estaba sentado en una mesa caótica, mirando a un lápiz y escuchando a una discusión en la radio. Pregunté si hablaba inglés. Me dijo que sí. Pregunté si tenía algo de mi argentino favorito, pero en holandés. Me contestó que no me escuchaba: que estaba un poco sordo y la radio demasiado alta. Apagó la radio. Le repetí el nombre y me dijo que lo esperara. En el aparente caos de la tienda, movió tres o cuatro libros y de pronto sacó una edición de 1975 no de cualquier libro, sino de MI LIBRO FAVORITO.
Salí de ahí esperanzada. La sonrisa del hombre, el libro en mi bolso (que palpita, se despereza, casi se revuelve adentro, como un gato) y la certeza de que en esa ciudad, a pesar de todo, también hay cosas buenas para mí.
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