4.9.09

Cosas de familia

Ando buscando a los héroes y a los mitos de mi infancia y mi adolescencia. Desde mi infancia y mi adolescencia. A veces, cuando llego a ciertas ciudades, me acuerdo de ellos otra vez - con más fuerza. Y hago peregrinaciones a donde pudieron haber estado, donde quedó algo de lo que fueron.

Ayer fuí a la Casa de Anna Frank. Me subí al tren a Amsterdam pensando en la niña de diez años que se enamoró del libro y lo llevaba cargando de un lado a otro. De la que se horrorizó con la sensación de claustrofobia, y se enamoró de Peter y quería salir a la calle, a correr. De la que no era judía pero se sentía por un momento al leer la historia de alguien que se llamaba como ella.

Me prometí entonces ir a la casa de Anna Frank. Ya iban incontables visitas a los países bajos y nada. Ayer supuse que ya estaba bien: que había que ponerles atención a mis recuerdos infantiles. Y me hice la súper fila que toca hacer y entré al número 267, aunque debí de haber entrado por el número 263.

Me dieron muchas ganas de volver a leer el libro. Y con cada frase me acordé de mi misma. Y pensé que esa niña, a la que se le alaba por su contribución a los presos del mundo, quizá no hubiese sido una mujer muy agradable. Lo dice esta terrible autoconciencia, las declaraciones de las mujeres que les ayudaban que afirman que lo peor que se podía hacer era interrumpirla cuando estaba escribiendo... nadie duda que su contribución hubiese sido la misma. Pero quizá no tendría tanta repercusión y podría haber sido además una mujer bastante malhumorada. Con todo eso me salí en la cabeza y con la voz de Otto Frank que, aún sorprendido por los contenidos de los diarios de su hija, confiesa que cree que en realidad, ningún padre conoce a sus hijos.


Luego me fuí al Museo Van Gogh. Me encontré con que estaba medio cerrado, pero igual. Con una narración que desmitificaba el loco del que me habló mi profesora de historia del arte - el hombre quería vender, buscaba conceptos que se vendieran y pidió que lo encerraran en un hospital cuando se empezó a "poner loco". No era un desatado. Hubo que convencerlo para que dejara la pintura clásica. Dudaba de su capacidad. Y luego, cuando se murieron él y luego su hermano (su promotor, su mecenas), fue su cuñada quien comenzó a trabajar para que su obra se conociera: editó la correspondencia entre los hermanos y la puso a la venta. Para algunos fue una gran contribución por puro amor al arte. Yo creo que la pobre se vió viuda y con un montón de obras que no iba a poder vender a menos de que les hiciera buena promoción. Y comenzó a alimentar el mito de que su ex-cuñado era bueno, pues, un poco loco.

Él, que quería ser pastor. Y que pintó los girasoles en un gesto de agradecimiento para su casera francesa.

No cabe duda. Hay cosas que sólo quedan en familia.

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