En el verano, con el calor, me regresa la nostalgia por cosas hace mucho tiempo perdidas y a veces recuperadas. Por ejemplo, las cartas. Aquello de esperar con ansiedad que en el buzón apareciera un sobre normal, dirigido a tí, sin hojas membretadas ni fechas esperadas de pago.
Ahora quizá llegan menos cartas por correo normal - la costumbre que tengo con un amigo de enviarnos postales, mi madre que me felicita el cumpleaños y la navidad -, pero siguen cayendo poco a poco por el correo electrónico algunas que narran vacaciones, visitas culturales, familias felices. Y son, verdaderamente, como agua de mayo en plena sequía estival.
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Después de pasar seis veranos de este lado del mundo - o por lo menos parte de ellos - he aprendido que agosto es, en realidad, un estado mental. El sol cae a plomo y no permite hacer mucho, sí, pero además es el momento que tomas para hacer una pausa y no pensar. O intentar no pensar. Para mirar cómo tu cuerpo es modificable (que va de blanco a moreno, de delgado a hinchado después de paellas y sangrías). Para ver las golondrinas pasar de un lado a otro. Para intentar conservar vivas las plantas de la terraza a pesar de todo. Para limpiar el armario, sacar los cadáveres, imaginar un mundo nuevo.
El día más triste no es cuando se acaban las vacaciones en sí. El día más triste es el 31 de agosto, que es algo así como las 12 de la noche en el que se acaba el encanto.
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Barcelona huele a una cosa rara entre cloaca caliente y crema solar. Los amigos van y vienen. Cuando regresan, uno se va. Cuando uno se va, todos están aquí. El permanente desencuentro. Pero tenemos la esperanza de los meses normales, del otoño, donde nos necesitamos para estar juntos y recordarnos que sólo faltan un par de temporadas más para volver a la playa, a los chiringuitos y a las sardinadas. A esas cosas que, sin saber muy bien por qué, aseguran algunos momentos puntuales de felicidad.
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