A mí lo que más me gusta en la vida, es mirar. Si es posible, detrás del reflejo para que nadie se dé cuenta que estoy ahí. Por eso cuando paso unos días acá, en los Países Bajos, me encuentro con tentaciones a la vuelta de cada esquina. El clima de estos lugares no es el mejor del mundo - entonces, es muy importante que las casas tengan unas ventanas enormes para que entre toda la luz que se pueda. Y, además, con tradición calvinista, el uso y constumbre era no poner pesadas cortinas en esas ventanas a pie de calle: todo el mundo puede ver lo que sucede adentro que nunca, nunca es nada malo.
Y llegan las redes sociales - las redes sociales que son como grandes ventanales a nuestras vidas. Y a veces estoy en Facebook como voy caminando por estas calles: sólo mirando, viendo qué reconozco, qué me gusta, qué no. Observando cómo alguien pasa sus vacaciones, o alimenta a su gato, o lee la última novela del último sueco que escribe cuentos de miedo. Es una cuestión de mirar.
Podríamos decir que algunas de las personas que hemos entrado de lleno a las redes sociales tenemos una especie de ética calvinista al respecto de las mismas: aquí no está pasando nada que no puedas ver. Por lo tanto, puedes verlo todo. Las fotos, las narraciones de nuestra vida en nuestro blog, los sitios a los que llegamos y a los que nos vamos. Y somos señalados con dedos acusadores por otros usuarios de la red (con una ética más judeocristiana, más de la culpa y la modosidad): "¿pero qué haces? ¿no ves que te expones a los otros? ¿no ves que no está bien que muestres lo bien que te va? ¿no te da miedo ser castigado (secuestrado, criticado) al mostrarlo todo?".
Este enfrentamiento es, al final, un poco falso. Nosotros, los calvinistas-exhibicionistas de la red, en realidad, siempre fingimos un poco. Creamos una narración en la que parezca que aquí dentro (allí afuera) no sucede nada prohibido. Pero no nos engañemos: también nosotros tenemos miedos y secretos y exclusivas que quedan escondidos detrás de algunos otros passwords o quizá, en nuestra vida real.
Extra, extra: Este artículo de LaVanguardia, titulado espectacularmente (al más puro estilo del Alarma! en México) "Las redes sociales hacen perder el pudor" y este del NYT sobre las ventajas que tenía encontrarse con un compañero de casa al que no habías hecho un profundo casting digital antes de que entrara a vivir contigo y como quizá los roommates sean los mejores entrenadores para cosas como el matrimonio, por ejemplo.
29.8.11
28.8.11
Lo innombrable (una diatriba)
Lejos, tan lejos. Como a unos doce mil kilómetros. Cerca. Tan cerca. Como saber que en ese país - aquel país, mi país - viven mis padres y mis hermanos y mi sobrina y mis amigos y mis familias de sangre y de adopción. Y aquí todavía me rebota en el estómago la idea de unos cuantos tipos entrando a un casino lleno de señoras y prendiendo fuego, con tanques de gasolina, sin importar quién estaba o quién no. O quizá sí - pero esta vez no me interesan las teorías de la conspiración.
La gente se desgarra las vestiduras. Casi de inmediato ví en todas las redes sociales aquel famoso de "si no pueden, renuncien". Me rebotaba en los oídos. "Si no pueden, renuncien". Nada, nada en contra de los señores que estacionaron sus coches afuera del casino, entraron, rociaron de gasolina las máquinas, las enciendieron y salieron corriendo.
La "culpa" es del gobierno que no puede, que ha diseñado mal su estrategia contra el crimen. De las autoridades que permitían que el casino - negocio turbio, por supuesto - siguiera operando a pesar de los pesares. De los dueños del casino quienes, además de tener un cierto punto de turbiedad, no tenían al día las salidas de emergencia y todas esas cosas necesarias para proteger a sus clientes de una situación de riesgo total. Y el gobierno dice que los culpables son los otros gobiernos, los adictos, los que consumen la droga y permiten la venta de armas.
Esos son los culpables.
No son culpables los grandísimos cabrones que entraron a quemar, a matar, sin mayor respeto por nadie. Ellos no son culpables porque no tienen culpa, fueron chupados por un sistema maldito que no les da educación ni trabajo, que no les enseña que hay cosas mejor que morir rico, joven, temido y empericado. No son culpables porque bueno, qué culpa.
No tienen nombre y apellido - más fácil, más lógico, ponerle la culpa a la gente que está en las instituciones del país, democráticas del todo o no. Esos que se pusieron al frente, que seguro se están llenando los bolsillos de dinero, que les gusta ponerse de rodillas frente a las "potencias extranjeras", que encuentran que un país patrullado por el ejército es lo mejor que les podía pasar... ellos, esos grandísimos cabrones con nombre y apellido, ellos tienen la culpa.
Me acuerdo aquello tan bíblico de que el que esté libre de pecado que tire la primera piedra. Y yo me pregunto si toda esa gente que desde sus múltiples conexiones a Internet está dispuesta a criticar y a organizar marchas de silencio o caceroladas nunca ha pagado una mordida, ni se ha saltado un puesto en una fila, ni se ha metido una raya de coca, ni se ha fumado un porrito ("no, es que esta es la maría que cultiva mi primo"), ni ha comprado un disco pirata, ni ha defraudado a hacienda, ni ha pedido una beca para el extranjero y se ha quedado sin terminar los estudios, ni ha cenado o comido en una dependencia oficial, ni ha enseñado con la palabra, los actos o la convicción que más vale torcer las cosas un poco para obtener lo que uno quiere que esperarse.
Yo, confieso, no estoy libre de pecado. De lo que sí estoy libre de pecado es de atentar contra la paz de mi país en favor de unos pesos (o millones de pesos) más. A los que desprecio profundamente son a todos y cada uno de los miembros de esas bandas de delicuentes que, encima en plan Robin Hood, están acabando con la tranquilidad y la felicidad de mi país.
Me gustaría afirmar, como Hessel, que "la violencia no es eficaz". Pero la encuentro tan eficaz ahora para llamar al miedo - el terrorismo no es eficaz, es una lacra.
Y eso, ir a incendiar un casino, colgar gente muerta de puentes peatonales, desaparecer a personas es terrorismo. No tiene ningún otro nombre. Y por eso nos da miedo nombrarlo. Y nos parece más fácil ponerle las culpas a los que tienen nombre y apellido.
Cómo me gustaría saber una fórmula mágica de acabar con esto. Pero, al final, si tú también eres corrupto o violento en tu casa, tú también eres la razón de todo esto. Me acuerdo de aquel "si no votas, no te quejes" - si no cambias, no te quejes.
Gritando no se entiende la gente. La violencia no es eficaz. Y desprecio profundamente a quienes creen que lo es.
- Extra: Sí, Estados Unidos consume muchísima droga. México también. Y no son los únicos - Saviano explica en Gomorra cómo los italianos se hicieron grandes consumidores cuando fueron también traficantes. Y este artículo del NYT explica el gravísimo problema de adicción que hay en Afganistán. Nadie, en caso de terrorismo, es del todo inocente. Y menos, para mí, los que se escudan en su infinita mala suerte para convertirse en los terroristas de otros.
La gente se desgarra las vestiduras. Casi de inmediato ví en todas las redes sociales aquel famoso de "si no pueden, renuncien". Me rebotaba en los oídos. "Si no pueden, renuncien". Nada, nada en contra de los señores que estacionaron sus coches afuera del casino, entraron, rociaron de gasolina las máquinas, las enciendieron y salieron corriendo.
La "culpa" es del gobierno que no puede, que ha diseñado mal su estrategia contra el crimen. De las autoridades que permitían que el casino - negocio turbio, por supuesto - siguiera operando a pesar de los pesares. De los dueños del casino quienes, además de tener un cierto punto de turbiedad, no tenían al día las salidas de emergencia y todas esas cosas necesarias para proteger a sus clientes de una situación de riesgo total. Y el gobierno dice que los culpables son los otros gobiernos, los adictos, los que consumen la droga y permiten la venta de armas.
Esos son los culpables.
No son culpables los grandísimos cabrones que entraron a quemar, a matar, sin mayor respeto por nadie. Ellos no son culpables porque no tienen culpa, fueron chupados por un sistema maldito que no les da educación ni trabajo, que no les enseña que hay cosas mejor que morir rico, joven, temido y empericado. No son culpables porque bueno, qué culpa.
No tienen nombre y apellido - más fácil, más lógico, ponerle la culpa a la gente que está en las instituciones del país, democráticas del todo o no. Esos que se pusieron al frente, que seguro se están llenando los bolsillos de dinero, que les gusta ponerse de rodillas frente a las "potencias extranjeras", que encuentran que un país patrullado por el ejército es lo mejor que les podía pasar... ellos, esos grandísimos cabrones con nombre y apellido, ellos tienen la culpa.
Me acuerdo aquello tan bíblico de que el que esté libre de pecado que tire la primera piedra. Y yo me pregunto si toda esa gente que desde sus múltiples conexiones a Internet está dispuesta a criticar y a organizar marchas de silencio o caceroladas nunca ha pagado una mordida, ni se ha saltado un puesto en una fila, ni se ha metido una raya de coca, ni se ha fumado un porrito ("no, es que esta es la maría que cultiva mi primo"), ni ha comprado un disco pirata, ni ha defraudado a hacienda, ni ha pedido una beca para el extranjero y se ha quedado sin terminar los estudios, ni ha cenado o comido en una dependencia oficial, ni ha enseñado con la palabra, los actos o la convicción que más vale torcer las cosas un poco para obtener lo que uno quiere que esperarse.
Yo, confieso, no estoy libre de pecado. De lo que sí estoy libre de pecado es de atentar contra la paz de mi país en favor de unos pesos (o millones de pesos) más. A los que desprecio profundamente son a todos y cada uno de los miembros de esas bandas de delicuentes que, encima en plan Robin Hood, están acabando con la tranquilidad y la felicidad de mi país.
Me gustaría afirmar, como Hessel, que "la violencia no es eficaz". Pero la encuentro tan eficaz ahora para llamar al miedo - el terrorismo no es eficaz, es una lacra.
Y eso, ir a incendiar un casino, colgar gente muerta de puentes peatonales, desaparecer a personas es terrorismo. No tiene ningún otro nombre. Y por eso nos da miedo nombrarlo. Y nos parece más fácil ponerle las culpas a los que tienen nombre y apellido.
Cómo me gustaría saber una fórmula mágica de acabar con esto. Pero, al final, si tú también eres corrupto o violento en tu casa, tú también eres la razón de todo esto. Me acuerdo de aquel "si no votas, no te quejes" - si no cambias, no te quejes.
Gritando no se entiende la gente. La violencia no es eficaz. Y desprecio profundamente a quienes creen que lo es.
- Extra: Sí, Estados Unidos consume muchísima droga. México también. Y no son los únicos - Saviano explica en Gomorra cómo los italianos se hicieron grandes consumidores cuando fueron también traficantes. Y este artículo del NYT explica el gravísimo problema de adicción que hay en Afganistán. Nadie, en caso de terrorismo, es del todo inocente. Y menos, para mí, los que se escudan en su infinita mala suerte para convertirse en los terroristas de otros.
26.8.11
Un lugar que no existe
Me despertó la tormenta eléctrica. Hace apenas dos días que había dejado mi orilla mediterránea de calor asfixiante y sudor que se pega al cuerpo para salir corriendo hacia el aeropuerto y subirme a un avión lleno de turistas tosijosos y amigos del escándalo que regresaban de vacaciones. Ya en el avión mis pies - con sandalias - se congelaban. Al bajar, los 16 grados ambiente me parecieron lo más frío que existía.
Ayer deambulé por la casa con calcetines de lana, un suéter y una taza de té. Mi cuerpo estaba perdido. Mi cabeza también - miraba a la maleta tratando de imaginar por qué había empacado tres bikinis y dos faldas cortísimas y sólo unos zapatos cerrados.
Hoy los truenos me regresaron a los veranos en Guadalajara, de horas y horas de juego de interiores, de Monopoly, música y televisión. Busqué en internet, en esta computadora a la que le falta una letra que sólo existe en mi idioma materno, aquella canción.
Y con un soundtrack y la lluvia y un sandwich de crema de cacahuate, me mudé a este lugar que no existe: afuera de la ventana, la gente va a la escuela y al trabajo en bicicleta bajo la lluvia. Adentro, yo escribo y escribo y escribo mientras me bamboleo sobre la silla y el gato me mira, sospechando que en realidad no estoy aquí.
Ayer deambulé por la casa con calcetines de lana, un suéter y una taza de té. Mi cuerpo estaba perdido. Mi cabeza también - miraba a la maleta tratando de imaginar por qué había empacado tres bikinis y dos faldas cortísimas y sólo unos zapatos cerrados.
Hoy los truenos me regresaron a los veranos en Guadalajara, de horas y horas de juego de interiores, de Monopoly, música y televisión. Busqué en internet, en esta computadora a la que le falta una letra que sólo existe en mi idioma materno, aquella canción.
Y con un soundtrack y la lluvia y un sandwich de crema de cacahuate, me mudé a este lugar que no existe: afuera de la ventana, la gente va a la escuela y al trabajo en bicicleta bajo la lluvia. Adentro, yo escribo y escribo y escribo mientras me bamboleo sobre la silla y el gato me mira, sospechando que en realidad no estoy aquí.
23.8.11
Agosto II
En el verano, con el calor, me regresa la nostalgia por cosas hace mucho tiempo perdidas y a veces recuperadas. Por ejemplo, las cartas. Aquello de esperar con ansiedad que en el buzón apareciera un sobre normal, dirigido a tí, sin hojas membretadas ni fechas esperadas de pago.
Ahora quizá llegan menos cartas por correo normal - la costumbre que tengo con un amigo de enviarnos postales, mi madre que me felicita el cumpleaños y la navidad -, pero siguen cayendo poco a poco por el correo electrónico algunas que narran vacaciones, visitas culturales, familias felices. Y son, verdaderamente, como agua de mayo en plena sequía estival.
+ + + + +
Después de pasar seis veranos de este lado del mundo - o por lo menos parte de ellos - he aprendido que agosto es, en realidad, un estado mental. El sol cae a plomo y no permite hacer mucho, sí, pero además es el momento que tomas para hacer una pausa y no pensar. O intentar no pensar. Para mirar cómo tu cuerpo es modificable (que va de blanco a moreno, de delgado a hinchado después de paellas y sangrías). Para ver las golondrinas pasar de un lado a otro. Para intentar conservar vivas las plantas de la terraza a pesar de todo. Para limpiar el armario, sacar los cadáveres, imaginar un mundo nuevo.
El día más triste no es cuando se acaban las vacaciones en sí. El día más triste es el 31 de agosto, que es algo así como las 12 de la noche en el que se acaba el encanto.
+ + + + +
Barcelona huele a una cosa rara entre cloaca caliente y crema solar. Los amigos van y vienen. Cuando regresan, uno se va. Cuando uno se va, todos están aquí. El permanente desencuentro. Pero tenemos la esperanza de los meses normales, del otoño, donde nos necesitamos para estar juntos y recordarnos que sólo faltan un par de temporadas más para volver a la playa, a los chiringuitos y a las sardinadas. A esas cosas que, sin saber muy bien por qué, aseguran algunos momentos puntuales de felicidad.
Ahora quizá llegan menos cartas por correo normal - la costumbre que tengo con un amigo de enviarnos postales, mi madre que me felicita el cumpleaños y la navidad -, pero siguen cayendo poco a poco por el correo electrónico algunas que narran vacaciones, visitas culturales, familias felices. Y son, verdaderamente, como agua de mayo en plena sequía estival.
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Después de pasar seis veranos de este lado del mundo - o por lo menos parte de ellos - he aprendido que agosto es, en realidad, un estado mental. El sol cae a plomo y no permite hacer mucho, sí, pero además es el momento que tomas para hacer una pausa y no pensar. O intentar no pensar. Para mirar cómo tu cuerpo es modificable (que va de blanco a moreno, de delgado a hinchado después de paellas y sangrías). Para ver las golondrinas pasar de un lado a otro. Para intentar conservar vivas las plantas de la terraza a pesar de todo. Para limpiar el armario, sacar los cadáveres, imaginar un mundo nuevo.
El día más triste no es cuando se acaban las vacaciones en sí. El día más triste es el 31 de agosto, que es algo así como las 12 de la noche en el que se acaba el encanto.
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Barcelona huele a una cosa rara entre cloaca caliente y crema solar. Los amigos van y vienen. Cuando regresan, uno se va. Cuando uno se va, todos están aquí. El permanente desencuentro. Pero tenemos la esperanza de los meses normales, del otoño, donde nos necesitamos para estar juntos y recordarnos que sólo faltan un par de temporadas más para volver a la playa, a los chiringuitos y a las sardinadas. A esas cosas que, sin saber muy bien por qué, aseguran algunos momentos puntuales de felicidad.
16.8.11
Hessel y los viejos sabios
Mis abuelos se murieron hace años - que no mis abuelas, que han perdurado como dictan los cánones de esperanza de vida. Y quien ha hablado conmigo sabe que de vez en cuando se escurren, los cuatro, en mi conversación. Por cosas que decían, que hacían, que esperaban de la vida. Por lo que yo decidí imitar (o no) de la suya.
Lo que es cierto es que siempre me ha parecido que la experiencia - los años vividos, el camino recorrido - da una perspectiva que ninguna otra cosa. El "nadie puede experimentar en cabeza ajena". Sí, es verdad. Pero a veces sirve que te digan cómo se ve tal o cuál cosa desde primera línea de fuego.
Hace unos meses comenzamos a hablar en la Facultad del libro "Indignaos", de Stéphane Hessel. Muchos lo llamaban un panfleto - en el fondo, era un discurso donde un hombre viejo pero aún firme, experimentado y lúcido llamaba al cambio, al movimiento, a la variación. Siempre a los viejos les desconcierta cuando ven a los jóvenes anestesiados - en frente de cualquier cosa. Los quieren ver en movimiento.
Hessel llama a una consciencia de que las cosas, de verdad, no están bien. Que estamos envueltos en una marea incesante de consumo y confort sin darnos cuenta que muchos a nuestro alrededor no alcanzan a ello. Y que no se trata de levantarse en violencia o desatar el caos, sino de cambiar la manera en cómo percibimos la realidad.
El último día de clases, regalé una copia del librito en cada uno de mis salones - uno de mis alumnos me reclamó. Me dijo que para qué. Que había gente que nunca, nunca despertaría. Que no necesitábamos que despertaran de su anestesia de consumo y vida calma.
Yo tengo la esperanza de que despertemos. De que de pronto, un día, las frases de Hessel me (nos) resuenen como me pasa con los dichos de mis abuelos - que parezca que tengan un sentido. Y todo esto viene un poco como comercial para una página sobre Hessel con la que estoy colaborando en Facebook. Ya me dirán qué les parece.
Lo que es cierto es que siempre me ha parecido que la experiencia - los años vividos, el camino recorrido - da una perspectiva que ninguna otra cosa. El "nadie puede experimentar en cabeza ajena". Sí, es verdad. Pero a veces sirve que te digan cómo se ve tal o cuál cosa desde primera línea de fuego.
Hace unos meses comenzamos a hablar en la Facultad del libro "Indignaos", de Stéphane Hessel. Muchos lo llamaban un panfleto - en el fondo, era un discurso donde un hombre viejo pero aún firme, experimentado y lúcido llamaba al cambio, al movimiento, a la variación. Siempre a los viejos les desconcierta cuando ven a los jóvenes anestesiados - en frente de cualquier cosa. Los quieren ver en movimiento.
Hessel llama a una consciencia de que las cosas, de verdad, no están bien. Que estamos envueltos en una marea incesante de consumo y confort sin darnos cuenta que muchos a nuestro alrededor no alcanzan a ello. Y que no se trata de levantarse en violencia o desatar el caos, sino de cambiar la manera en cómo percibimos la realidad.
El último día de clases, regalé una copia del librito en cada uno de mis salones - uno de mis alumnos me reclamó. Me dijo que para qué. Que había gente que nunca, nunca despertaría. Que no necesitábamos que despertaran de su anestesia de consumo y vida calma.
Yo tengo la esperanza de que despertemos. De que de pronto, un día, las frases de Hessel me (nos) resuenen como me pasa con los dichos de mis abuelos - que parezca que tengan un sentido. Y todo esto viene un poco como comercial para una página sobre Hessel con la que estoy colaborando en Facebook. Ya me dirán qué les parece.
15.8.11
Mentalidad de la masa
Son vacaciones y a veces quisiera alejarme de las noticias pero me pasan dos cosas: para mí, la actualidad es una especie de droga y, además, tengo una deformación profesional que me obliga a saber en qué lugar del mundo, en qué momento vivo.
La semana pasada vi en televisión, en diarios, el asunto de los disturbios en Londres. Trataba de imaginármelo sin éxito - esa ciudad, en donde a veces me parece que la gente va encorsetada, en llamas, en caos. Podía pensarlo en función de lo que pasó hace un par de años en las banlieus de París, pero igualmente me sorprendía... me llegaba la pregunta esa de quién, cuándo y por qué.
Escuché las dos partes de las discusiones: en una comida, alguien con una manicura perfecta y buenas referencias crediticias, defendió a los "manifestantes" como parte de un momento de decepción social, de rabia contra la policía represora, contra un sistema imposible. Sin embargo, algo me sonaba raro. Algo no terminaba de cuajarme.
Ayer leí un artículo del New York Times que se preguntaba lo mismo: por qué. Y a través de varias entrevistas y casos de personas que, literalmente, no sabían qué les había pasado, hacen una reflexión sobre la mentalidad de la masa.
Eso me regresa a España y sus fiestas típicas, sobre todo en verano. Fiestas en donde, por ejemplo, todo un pueblo borracho hasta las cachas recorre por las calles a un toro - a pesar de que sea peligroso. Pueblos en donde se azotan unos a otros con tomates - sin importar que manchen, que sean alimento precioso para otros, que puedan quedar muy bien en la sopa. Pueblos y ciudades en los que la gente salimos a la calle, bebemos hasta la perdición y gritamos en las plazas, bailamos olvidándonos de cualquier verguenza.
Eso también es la mentalidad de masa - la que se desata en las celebraciones de las copas de futbol, en las fiestas de cumpleaños y en los lapidamientos.
Quizá no seamos tan "civilizados" ni "políticamente conscientes" como queremos creer. Quizá no es que estemos "indignados" - lo que estamos en arrastrados por un estado de molestia o de furor.
Mucho menos emocionante y esperanzador, sí. Pero quizá mucho más humano.
La semana pasada vi en televisión, en diarios, el asunto de los disturbios en Londres. Trataba de imaginármelo sin éxito - esa ciudad, en donde a veces me parece que la gente va encorsetada, en llamas, en caos. Podía pensarlo en función de lo que pasó hace un par de años en las banlieus de París, pero igualmente me sorprendía... me llegaba la pregunta esa de quién, cuándo y por qué.
Escuché las dos partes de las discusiones: en una comida, alguien con una manicura perfecta y buenas referencias crediticias, defendió a los "manifestantes" como parte de un momento de decepción social, de rabia contra la policía represora, contra un sistema imposible. Sin embargo, algo me sonaba raro. Algo no terminaba de cuajarme.
Ayer leí un artículo del New York Times que se preguntaba lo mismo: por qué. Y a través de varias entrevistas y casos de personas que, literalmente, no sabían qué les había pasado, hacen una reflexión sobre la mentalidad de la masa.
Eso me regresa a España y sus fiestas típicas, sobre todo en verano. Fiestas en donde, por ejemplo, todo un pueblo borracho hasta las cachas recorre por las calles a un toro - a pesar de que sea peligroso. Pueblos en donde se azotan unos a otros con tomates - sin importar que manchen, que sean alimento precioso para otros, que puedan quedar muy bien en la sopa. Pueblos y ciudades en los que la gente salimos a la calle, bebemos hasta la perdición y gritamos en las plazas, bailamos olvidándonos de cualquier verguenza.
Eso también es la mentalidad de masa - la que se desata en las celebraciones de las copas de futbol, en las fiestas de cumpleaños y en los lapidamientos.
Quizá no seamos tan "civilizados" ni "políticamente conscientes" como queremos creer. Quizá no es que estemos "indignados" - lo que estamos en arrastrados por un estado de molestia o de furor.
Mucho menos emocionante y esperanzador, sí. Pero quizá mucho más humano.
14.8.11
Agosto
En el aeropuerto, hay una fila especial para las personas que van a Tel Aviv. Los empleados de la aerolínea los pasan uno por uno frente a unos atriles normales, de músico. Los viajeros se detienen frente al atril y los empleados atrás. Con seriedad - y muchos, con un boli en la mano - parecen directores de orquesta casi dictatoriales que quieren saberlo todo en la mejor voz, de la mejor manera. Hay algo en los atriles que suaviza la imagen - sin embargo, es un interrogatorio. Por más que sea vestido de civil.
+ + + + +
Qué bueno sería poder pasar por los controles del aeropuerto y tomar café de mañana con aquellos que se van de viaje y luego despedirlos - con un pañuelito blanco, claro - desde el ventanal, desde su puerta de embarque. Qué bonitos serían esos ventanales llenos de besos.
+ + + + +
A las dos de la tarde, V baja todas las cortinas de casa para evitar que el sol entre por las estancias de nuestro pequeño hogar y lo convierta en un infierno. Yo, animal pavloviano, entro inmediatamente en letargo como si fuera el ocaso, como si debiera dormir. Y duermo, para recuperar las horas del insomnio que es la guarnición preferida de mi sueño en vacaciones.
+ + + + +
Poco menos de una semana atrás, recibí un mensaje en el móvil avisándome que alguien con quien yo había disfrutado mucho trabajar en conjunto había muerto. No quedaba claro cómo, sólo sabíamos que había sido en Brasil. Buscando, dimos con una noticia que contaba cómo él había llegado de vacaciones un día antes, había salido en la mañana a correr, se había metido al mar y luego de sufrir un ataque cardíaco se había ahogado. No podía, no pude. Durante todo el día lo tenía en la mente, en la punta de la lengua - cerraba los ojos y nos veía en una fotografía en la que posamos, sonrientes, al final del trabajo que hicimos juntos. Lo veía en mis sueños.
B me dijo: "piénsalo así - probablemente, murió rápido y sin dolor. Y la última imagen sobre la que se posaron sus ojos fue un mar hermoso, un momento para no olvidar".
Esa noche me metí al mar pensando en él. Y ahí, me despedí. Sin lágrimas. Con el bamboleo propio de las olas. Con lo que diría José Carlos Becerra es la clave morse de los ahogados.
+ + + + +
Casi llegamos al meridiano del verano. Sé que hay que volver a trabajar como normal, pero en esta ciudad no se puede. Yo quisiera planes múltiples, playa, sábados y domingos... como le pasa a una amiga que tiene todo el mes de vacaciones. No sabe en qué día vive porque para ella todos los días son sábados o domingos. Si se levanta con ganas de hacer compras y salir, es sábado. Si sólo quiere ver la televisión, es domingo.
Sube la temperatura. Agosto se resiste, como yo, a explicar lo que le gustaría ser cuando sea mayor.
+ + + + +
Qué bueno sería poder pasar por los controles del aeropuerto y tomar café de mañana con aquellos que se van de viaje y luego despedirlos - con un pañuelito blanco, claro - desde el ventanal, desde su puerta de embarque. Qué bonitos serían esos ventanales llenos de besos.
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A las dos de la tarde, V baja todas las cortinas de casa para evitar que el sol entre por las estancias de nuestro pequeño hogar y lo convierta en un infierno. Yo, animal pavloviano, entro inmediatamente en letargo como si fuera el ocaso, como si debiera dormir. Y duermo, para recuperar las horas del insomnio que es la guarnición preferida de mi sueño en vacaciones.
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Poco menos de una semana atrás, recibí un mensaje en el móvil avisándome que alguien con quien yo había disfrutado mucho trabajar en conjunto había muerto. No quedaba claro cómo, sólo sabíamos que había sido en Brasil. Buscando, dimos con una noticia que contaba cómo él había llegado de vacaciones un día antes, había salido en la mañana a correr, se había metido al mar y luego de sufrir un ataque cardíaco se había ahogado. No podía, no pude. Durante todo el día lo tenía en la mente, en la punta de la lengua - cerraba los ojos y nos veía en una fotografía en la que posamos, sonrientes, al final del trabajo que hicimos juntos. Lo veía en mis sueños.
B me dijo: "piénsalo así - probablemente, murió rápido y sin dolor. Y la última imagen sobre la que se posaron sus ojos fue un mar hermoso, un momento para no olvidar".
Esa noche me metí al mar pensando en él. Y ahí, me despedí. Sin lágrimas. Con el bamboleo propio de las olas. Con lo que diría José Carlos Becerra es la clave morse de los ahogados.
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Casi llegamos al meridiano del verano. Sé que hay que volver a trabajar como normal, pero en esta ciudad no se puede. Yo quisiera planes múltiples, playa, sábados y domingos... como le pasa a una amiga que tiene todo el mes de vacaciones. No sabe en qué día vive porque para ella todos los días son sábados o domingos. Si se levanta con ganas de hacer compras y salir, es sábado. Si sólo quiere ver la televisión, es domingo.
Sube la temperatura. Agosto se resiste, como yo, a explicar lo que le gustaría ser cuando sea mayor.
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