Una de las cosas que me gusta de los aeropuertos es que en realidad, no estás en ningún lado. Es un lugar de paso, algo así como el Limbo antes de que lo mandaran al cajón de los olvidos. No te puedes quedar ahí eternamente y lo sabes. Y las probabilidades de que regreses también son grandes. No está hecho para que generes ningún tipo de cariño a sus paredes. Y sin embargo, son cómodos. Porque a veces es cómodo no estar en ningún lado.
Además - ya se ha dicho en muchos libros y películas, empezando por la empalagosa Love Actually que tanto me gusta - son uno de esos sitios en los que uno tiene que creer en la bondad del ser humano. Ahí se sufre mucho y se es muy feliz. Hasta cierto momento, funciona como un punto de no-retorno: lo que es, se exacerba.
Dejé a mis padres, a mi tía y a mis hermanos en el aeropuerto del Prat esta mañana. Estuvieron conmigo un mes, en casa, viajando, saliendo de compras, a comer, a ver el cielo. Hacía años que no estábamos tanto tiempo juntos, todos. Y me sentí rara. Hoy fui diligente y los acompañé, los ví batallar con sus boletos y sus maletas, recibir (o no) el reintegro de los impuestos, pelearse, mirarse, fumar, pensar... Les dí besos y abrazos, nos prometimos el próximo reencuentro, los ví subir una escalera eléctrica... y cuando me dí cuenta que ya no me veían, empecé a llorar. No porque no hubiera querido que me vieran - fue porque en ese momento me dí cuenta que ya no los podría llamar a mediodía para reñirlos porque se habían quedado en casa o para acordar qué comeríamos, ni me los encontraría en la noche fumando en el balcón, ni compartiría con ellos mis rincones cotidianos, con su pequeñez, su calor, su inconveniencia. Es verdad: no sé si podríamos vivir juntos todo el tiempo. Pero hoy, en este momento justo (el de la verdad, el de no retorno) los extraño muchísimo. Como si se hubieran ido hace años y no supiera más de ellos.
La verdad es que enfrentarse a la realidad cotidiana no es fácil. Y aquí estaban, como un muro de contención, como un espejismo en medio del desierto. Sé que los veré en diciembre, que me esperan como uno siente que lo espera el pasto mullido de los parques. Pero no puedo evitar extrañarlos. Y desear abrazarlos una sola vez más. Ese, el abrazo que siempre hace falta.
3.8.07
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