Ligeramente triste con variaciones al alucine. Extraordinariamente cargada de trabajo. Preguntas varias: ¿no estaré metiendo la pata? ¿será que esto es as good as it gets? ¿y yo por tiquismiquis me lo voy a cargar? ¿Por qué carambas hay tantas versiones de los programas de Adobe?
Casi acabo mi libro hoy en el tren. Llegué a la oficina y dicen que me veo guapísima, feliz, contenta. La realidad es que me quedé una hora más en cama porque no me podía levantar. Tengo la persiana a medias. No he tomado agua.
Ah, la méndiga culpa. Y la paranoia. Y el orgullo. Qué asco de colección de estampitas de los siete pecados provincianos.
30.8.07
29.8.07
Regalos
Todos los días salgo de mi casa a las 6:45 (minutos más, minutos menos) para llegar a esta sacro-santa oficina a las ocho. Barcelona sigue dormida, con excepción de los que siguen de fiesta y los que trabajamos temprano. Entre los que trabajan temprano hay un chico, muy moreno, con rasgos que podría calificar de pakistaníes - y espero no estar pecando de mala-conciencia-social - que sale de la boca del tren cuando yo entro con enormes atados de flores. Es costumbre durante las noches en Barcelona, que varios vendedores ambulantes anden por ahí ofreciendo rosas a los transeúntes. Supongo que él es el encargado de ir al mercado de la flor por las mañanas a recoger la mercancía del día.
Tengo todo el año haciendo este horario, así que nos hemos acostumbrado a vernos por lo menos una vez a la semana. Desde hace un par de meses, nos saludamos con una inclinación de cabeza y una pequeña sonrisa. Ayer, por primera vez, escuché su voz. Clara, a pesar de ser de mañana. Me sonrío, como siempre y me dijo: "¿Quieres una?". Yo asentí con la cabeza. Y sacó una rosa rojísima de su montón y me la dio. Nos deseamos un buen día. Yo seguí mi camino (una hora casi, hasta la oficina) con una sonrisa un poco idiota. Cuando llegué a la oficina, todo mundo se río un poco. Ahora, mi rosa - perfecta, erguida - me mira en su carísimo florero (una botella de agua de un litro y medio que está detrás de mi monitor. Y siento que la vida es buena.
Ayer también me habló Vinader para preguntarme si ya había visto la contraportada de La Vanguardia. Y pues no, no la había visto. Y por lo tanto no me había encontrado con su foto y su entrevista, sus frases lapidarias: "A estas alturas, ya no me importa si vendo o no: el buen periodismo es más necesario que nunca". Y yo, claro, con el pecho hinchado de orgullo. El único problema es que salí de la oficina a las ocho de la noche. Y no encontré ningún sitio donde comprar el periódico. Estaba rumiando mi tristeza en la estación del tren cuando, en una esquina, me dí cuenta que había un periódico tirado. Y era La Vanguardia. Y Vinader estaba en La Contra. Y estuve con una sonrisa tonta hasta casa, a pesar de que me dolía como nunca mi cuello contracturado.
En la tarde, también me regalaron un exceso de ácido y de lejanía, que me confirmó que los momentos son eso: momentos y no temporales. Cynthia me llamó desde México, para ver cómo estaba. Me llamó Vero. Y mamá. Y Laurence. Y el mismo Vinader. Y hubo varios en el messenger que se apuntaron al grupo de apoyo, ja. Y cuando me dormí, después de ver House y darme cuenta que hay lisiados más lisiados que yo (por dentro y por fuera) tuve por un momento la sensación de que el mundo se iba.
Esta mañana me levanté dos minutos antes de que sonara el despertador. Me arremoliné en la cama y después me bañé con ritual largo. Salí cuando sonaban las tres campanadas de la iglesia de Sant Pere. No me encontré con el chico de las rosas. Alcancé bien el tren, que se detuvo sospechosamente a pocos metros de la estación. Volvió a arrancar, pero sonaba todo. Y luego fue muy rápido. Con los ojos cerrados, pensé en descarrilamientos, bombas, terror. Y me reí al darme cuenta que lo que más me preocupaba era que nadie iba a encontrar los archivos en los que estoy trabajando, porque son un poco caóticos.
Al abrir los ojos, mientras sonreía, me encontré con la cara expectante de una mujer de unos 50 y muchos años, que comenzó a hablarme. Me contó toda su vida. Me dijo que estaba nerviosa, y necesitaba hablar con alguien. Yo la escuché hablar de su divorcio, de sus hijos, de sus clientes en el banco, del hombre al que una cubana había estafado, de su preocupación porque su hijo está saliendo con una rumana "y, ya se sabe, esa gente que viene de fuera lo hace porque en su país no se está bien, y seguro está buscando quedarse con el piso cuando tengan un hijo". No me reí. No asentí. No hablé. Intenté no sentirme aludida - porque no era para mí. Sin embargo, la mujer del tren me confirmó una cosa que ya había visto yo días antes con El Diablo: no es que la gente sea mala, es que es directamente pendeja. Y habemos algunos a los cuales la pendejez de los otros nos hace ámpulas con rápidez.
No hoy. La rosa me mira. Tienen que venir cosas mejores.
Tengo todo el año haciendo este horario, así que nos hemos acostumbrado a vernos por lo menos una vez a la semana. Desde hace un par de meses, nos saludamos con una inclinación de cabeza y una pequeña sonrisa. Ayer, por primera vez, escuché su voz. Clara, a pesar de ser de mañana. Me sonrío, como siempre y me dijo: "¿Quieres una?". Yo asentí con la cabeza. Y sacó una rosa rojísima de su montón y me la dio. Nos deseamos un buen día. Yo seguí mi camino (una hora casi, hasta la oficina) con una sonrisa un poco idiota. Cuando llegué a la oficina, todo mundo se río un poco. Ahora, mi rosa - perfecta, erguida - me mira en su carísimo florero (una botella de agua de un litro y medio que está detrás de mi monitor. Y siento que la vida es buena.
Ayer también me habló Vinader para preguntarme si ya había visto la contraportada de La Vanguardia. Y pues no, no la había visto. Y por lo tanto no me había encontrado con su foto y su entrevista, sus frases lapidarias: "A estas alturas, ya no me importa si vendo o no: el buen periodismo es más necesario que nunca". Y yo, claro, con el pecho hinchado de orgullo. El único problema es que salí de la oficina a las ocho de la noche. Y no encontré ningún sitio donde comprar el periódico. Estaba rumiando mi tristeza en la estación del tren cuando, en una esquina, me dí cuenta que había un periódico tirado. Y era La Vanguardia. Y Vinader estaba en La Contra. Y estuve con una sonrisa tonta hasta casa, a pesar de que me dolía como nunca mi cuello contracturado.
En la tarde, también me regalaron un exceso de ácido y de lejanía, que me confirmó que los momentos son eso: momentos y no temporales. Cynthia me llamó desde México, para ver cómo estaba. Me llamó Vero. Y mamá. Y Laurence. Y el mismo Vinader. Y hubo varios en el messenger que se apuntaron al grupo de apoyo, ja. Y cuando me dormí, después de ver House y darme cuenta que hay lisiados más lisiados que yo (por dentro y por fuera) tuve por un momento la sensación de que el mundo se iba.
Esta mañana me levanté dos minutos antes de que sonara el despertador. Me arremoliné en la cama y después me bañé con ritual largo. Salí cuando sonaban las tres campanadas de la iglesia de Sant Pere. No me encontré con el chico de las rosas. Alcancé bien el tren, que se detuvo sospechosamente a pocos metros de la estación. Volvió a arrancar, pero sonaba todo. Y luego fue muy rápido. Con los ojos cerrados, pensé en descarrilamientos, bombas, terror. Y me reí al darme cuenta que lo que más me preocupaba era que nadie iba a encontrar los archivos en los que estoy trabajando, porque son un poco caóticos.
Al abrir los ojos, mientras sonreía, me encontré con la cara expectante de una mujer de unos 50 y muchos años, que comenzó a hablarme. Me contó toda su vida. Me dijo que estaba nerviosa, y necesitaba hablar con alguien. Yo la escuché hablar de su divorcio, de sus hijos, de sus clientes en el banco, del hombre al que una cubana había estafado, de su preocupación porque su hijo está saliendo con una rumana "y, ya se sabe, esa gente que viene de fuera lo hace porque en su país no se está bien, y seguro está buscando quedarse con el piso cuando tengan un hijo". No me reí. No asentí. No hablé. Intenté no sentirme aludida - porque no era para mí. Sin embargo, la mujer del tren me confirmó una cosa que ya había visto yo días antes con El Diablo: no es que la gente sea mala, es que es directamente pendeja. Y habemos algunos a los cuales la pendejez de los otros nos hace ámpulas con rápidez.
No hoy. La rosa me mira. Tienen que venir cosas mejores.
25.8.07
Viernes Imposible
No podía trabajar en la oficina, porque era festivo de la ciudad. Eso quiere decir que todo el mundo estaba de fiesta y que nadie, nadie me iba a abrir el edificio. Fácil, pensé. Me llevo todo en el disco duro externo y trabajo desde casa. Ja. Mi PC es una porquería y no le cabe nada, ni siquiera el programa que tenía que usar. Entonces me fui por la computadora de L (desde donde escribo ahora, en un momento de descanso). Llegué a casa y comencé la instalación del programa... pero me faltaba el disco 2 de 3, que seguramente está muy tranquilo sobre mi escritorio en Sitges. Drama. Por Messenger, descubrí que Alejo tenía el programa y me lo instalaba... así que desde el centro de Barcelona hasta Sarrià con la computadora a cuestas.
Llegué, instalamos, comimos, vimos unos - demasiados - capítulos de Sex & The City, hablamos de las cosas difíciles de las relaciones y de vivir solo en un departamento en Barcelona y me salí como a las 7, porque tenía un concierto. De hecho, dos. A casa, a dejar la computadora y cambiarme de ropa. Llueve. Me pongo la gabardina y tomo mi odiado paraguas - los odio. Autobús y llego al concierto de los Santo Remedio, grupo costarricense, que tocaba en el ¡auditorio! del hostal más grande de Barcelona. Covers, canciones de bailar, todo mundo muy lindo, que qué guapa estoy, que a dónde vamos, que no sé qué. Total. Me voy con las niñas a cenar mexicano. 40 minutos de espera - lógico, viernes de agosto, sin reserva. Finalmente cenamos cualquier cosa y pasadas las 12 nos vamos hacia el concierto de Edu con los Gangsters of Love (nombre chulísimo). Llegamos al Monasterio a escuchar el encore. Estaban tocando sin vocalista, sin coros, sin un guitarrista: fue la noche de los espontáneos. Las niñas, preocupadísimas por mi salud mental, intentan hablarme sobre la conveniencia de que intervengan en el asunto sin terminar que vengo arrastrando. Pero no nos oímos. La música está demasiado alta. Salimos hacia un bar de turistas en frente del puerto. Nos tomamos las cervezas más baratas de la noche mientras hablamos, intercalando, de tallas de sostenedor y de mi estropeada vida, ja.
A las dos, comienzan a hablar los de Santo Remedio que están en el Port Olimpic, que vayamos con ellos a bailar. Yo nunca había estado en el Port Olimpic, pero no me apetecía. En realidad, las cuatro estábamos en la misma situación. Pero decidimos ir, en un arranque probablemente inducido con whisky. Nos subimos a un taxi en el que las chicas siguen hablando de tamaños de tetas y culos para encanto del taxista, un chico argentino que no se reía pero sonreía constantemente (yo lo veía en el retrovisor). Me encontré dos euros en el piso del taxi. Salimos y en cuanto había arrancado el taxi descubrí que había dejado a cambio de la moneda - mi móvil. Vero llama inmediatamente y le contesta una voz que dice: "Hola, Vero". Ella se alarma y pregunta a quién llamó. "Al chico del taxi. Tengo el móvil de tu amiga. Ahora regreso a donde las dejé". Y me dió mi móvil. Y yo creí en la bondad de los extraños.
Encontramos a los ticos y nos fuimos derecho a un bar llamado "La Mar Salada" - ah, la creatividad. Ya se había acabado la música latina y había sólo dance, electrónico y rap. Era divertido hasta que empezaron a entrar chicos que tenían coreografías y se subían a la barra a bailarlas. Directamente raro. Nos salimos. Ya nos íbamos. Pero los ticos nos convencieron de que buscáramos otro sitio. Había uno cercano que estaba tocando música latina. Entramos y comenzamos a bailar: el Meneíto y la Macarena. Era tan imposiblemente cutre que nos hizo gracia. Un mesero muy malencarado cada que pasaba golpeaba a uno o a otro, pero no le hicimos más caso. De hecho, logramos llenar el bar de gente, incluyendo un inglesito que bailó con Vero y luego le regaló una rosa. M, contagiado del espiritu, nos compró rosas también a nosotras. Todo muy divertido. Volvió a pasar el mesero, golpeando a todo el mundo, y K lo tocó con la rosa, en plan atención. El tipo volteó hecho una furia y le farfulló algo. Vi a K darse la vuelta y tomar sus cosas para salirse después de decirle algo con cara de enojo y tirar, en el proceso, un cenicero. Luego vi la mano del tipo levantarse y caer con fuerza sobre el cuello de K. Intenté acercarme, pero cuando menos acordé el inglesito ya me había sacado jalándome de la camisa y M se había ido a golpes contra el mesero. Los vi en el suelo. Alguien se acercaba con una botella en la mano. Quise entrar pero no me dejaron. Me separé de la entrada. Los golpeadores de los bares de al lado llegaron y M salió corriendo. Me fui detrás de él y de los golpeadores, con el resto de las niñas a mi vera. Cuando llegamos arriba, entre dos gorilas tenían a M en el suelo e intentaban golpearlo. Un corrillo de taxistas se había reunido alrededor y les gritaban que no lo tocaran. Le pregunté a uno de los taxistas que si había policía. Me dijo que los llamara. Marqué inmediatamente y puse el reporte.
Como por arte de magia, dos minutos después apareció una patrulla del otro lado de la calle. Corrí hasta alcanzarlos. La rosa que llevaba en la mano se rompió. Tiré el tallo. Les expliqué la situación y que había llamado. Me dijeron que no eran ellos, pero que la otra patrulla no tardaría, que los esperara. Dieron una vuelta y regresaron. Les expliqué lo que pasaba y los lleve hasta donde los de seguridad - no los gorilas, sino unos de seguridad del puerto - tenían a M y a las chicas. Al fondo se veía una ambulancia. Yo recordaba haber visto al mesero con la cara llena de sangre: M no sólo es más masivo, sino que tiene un golpe certero. Y, a diferencia del mesero, no había tomado más drogas que algunas cervezas. Fui y vine reuniendo información, trayendo agua, hablando con los Mossos (los policías), tranquilizando gente. El dueño del bar, un estúpido que parecía haberse metido todo el polvo de un bote - ojos desorbitados, falta de auto control - se acercó y con mímica amenazó a M. de muerte... enfrente de los policías. Creo que si de por si los teníamos de nuestra parte, ahí se definió la situación.
Llegó una investigadora, de paisano. Tomó los datos. Y después de un rato nos dejaron ir... de hecho, nos acompañaron afuera y nos dijeron que no nos quedáramos más y que al otro día fuéramos a poner una denuncia. Estuvimos un poco más enfrente del Casino en lo que nos reunimos todos. Todavía hubo un poco más de tranquilizarse. Tomamos taxis y salimos para las casas. Me bajé del taxi en Via Laietana cuando marcaban las 5:45 de la mañana. Caminé lento hacia casa. No sabía si quería hablar con alguien o no. Tenía trabajo que hacer - tengo - y pensé en llegar a hacerlo, aprovechando la descarga de adrenalina. Pero quizá no, pensé. Mandé un par de mensajes, que nadie contestó. Cerré la casa con seguro. Me lavé los dientes. Me puse pijama. Me acosté. Y en ese momento me dí cuenta que tenía ganas de llorar. Y de que me sentía un poco sola. Y me dí la vuelta, abracé la almohada y cerré los ojos. A veces es lo que toca.
Última: K y M están bien, todos nerviosos, ella un poco lastimada, pero sin mayores consecuencias. Ya se tomaron las provisiones que se tenían que tomar. Y no, no tengo ganas de regresar al Port Olimpic.
Llegué, instalamos, comimos, vimos unos - demasiados - capítulos de Sex & The City, hablamos de las cosas difíciles de las relaciones y de vivir solo en un departamento en Barcelona y me salí como a las 7, porque tenía un concierto. De hecho, dos. A casa, a dejar la computadora y cambiarme de ropa. Llueve. Me pongo la gabardina y tomo mi odiado paraguas - los odio. Autobús y llego al concierto de los Santo Remedio, grupo costarricense, que tocaba en el ¡auditorio! del hostal más grande de Barcelona. Covers, canciones de bailar, todo mundo muy lindo, que qué guapa estoy, que a dónde vamos, que no sé qué. Total. Me voy con las niñas a cenar mexicano. 40 minutos de espera - lógico, viernes de agosto, sin reserva. Finalmente cenamos cualquier cosa y pasadas las 12 nos vamos hacia el concierto de Edu con los Gangsters of Love (nombre chulísimo). Llegamos al Monasterio a escuchar el encore. Estaban tocando sin vocalista, sin coros, sin un guitarrista: fue la noche de los espontáneos. Las niñas, preocupadísimas por mi salud mental, intentan hablarme sobre la conveniencia de que intervengan en el asunto sin terminar que vengo arrastrando. Pero no nos oímos. La música está demasiado alta. Salimos hacia un bar de turistas en frente del puerto. Nos tomamos las cervezas más baratas de la noche mientras hablamos, intercalando, de tallas de sostenedor y de mi estropeada vida, ja.
A las dos, comienzan a hablar los de Santo Remedio que están en el Port Olimpic, que vayamos con ellos a bailar. Yo nunca había estado en el Port Olimpic, pero no me apetecía. En realidad, las cuatro estábamos en la misma situación. Pero decidimos ir, en un arranque probablemente inducido con whisky. Nos subimos a un taxi en el que las chicas siguen hablando de tamaños de tetas y culos para encanto del taxista, un chico argentino que no se reía pero sonreía constantemente (yo lo veía en el retrovisor). Me encontré dos euros en el piso del taxi. Salimos y en cuanto había arrancado el taxi descubrí que había dejado a cambio de la moneda - mi móvil. Vero llama inmediatamente y le contesta una voz que dice: "Hola, Vero". Ella se alarma y pregunta a quién llamó. "Al chico del taxi. Tengo el móvil de tu amiga. Ahora regreso a donde las dejé". Y me dió mi móvil. Y yo creí en la bondad de los extraños.
Encontramos a los ticos y nos fuimos derecho a un bar llamado "La Mar Salada" - ah, la creatividad. Ya se había acabado la música latina y había sólo dance, electrónico y rap. Era divertido hasta que empezaron a entrar chicos que tenían coreografías y se subían a la barra a bailarlas. Directamente raro. Nos salimos. Ya nos íbamos. Pero los ticos nos convencieron de que buscáramos otro sitio. Había uno cercano que estaba tocando música latina. Entramos y comenzamos a bailar: el Meneíto y la Macarena. Era tan imposiblemente cutre que nos hizo gracia. Un mesero muy malencarado cada que pasaba golpeaba a uno o a otro, pero no le hicimos más caso. De hecho, logramos llenar el bar de gente, incluyendo un inglesito que bailó con Vero y luego le regaló una rosa. M, contagiado del espiritu, nos compró rosas también a nosotras. Todo muy divertido. Volvió a pasar el mesero, golpeando a todo el mundo, y K lo tocó con la rosa, en plan atención. El tipo volteó hecho una furia y le farfulló algo. Vi a K darse la vuelta y tomar sus cosas para salirse después de decirle algo con cara de enojo y tirar, en el proceso, un cenicero. Luego vi la mano del tipo levantarse y caer con fuerza sobre el cuello de K. Intenté acercarme, pero cuando menos acordé el inglesito ya me había sacado jalándome de la camisa y M se había ido a golpes contra el mesero. Los vi en el suelo. Alguien se acercaba con una botella en la mano. Quise entrar pero no me dejaron. Me separé de la entrada. Los golpeadores de los bares de al lado llegaron y M salió corriendo. Me fui detrás de él y de los golpeadores, con el resto de las niñas a mi vera. Cuando llegamos arriba, entre dos gorilas tenían a M en el suelo e intentaban golpearlo. Un corrillo de taxistas se había reunido alrededor y les gritaban que no lo tocaran. Le pregunté a uno de los taxistas que si había policía. Me dijo que los llamara. Marqué inmediatamente y puse el reporte.
Como por arte de magia, dos minutos después apareció una patrulla del otro lado de la calle. Corrí hasta alcanzarlos. La rosa que llevaba en la mano se rompió. Tiré el tallo. Les expliqué la situación y que había llamado. Me dijeron que no eran ellos, pero que la otra patrulla no tardaría, que los esperara. Dieron una vuelta y regresaron. Les expliqué lo que pasaba y los lleve hasta donde los de seguridad - no los gorilas, sino unos de seguridad del puerto - tenían a M y a las chicas. Al fondo se veía una ambulancia. Yo recordaba haber visto al mesero con la cara llena de sangre: M no sólo es más masivo, sino que tiene un golpe certero. Y, a diferencia del mesero, no había tomado más drogas que algunas cervezas. Fui y vine reuniendo información, trayendo agua, hablando con los Mossos (los policías), tranquilizando gente. El dueño del bar, un estúpido que parecía haberse metido todo el polvo de un bote - ojos desorbitados, falta de auto control - se acercó y con mímica amenazó a M. de muerte... enfrente de los policías. Creo que si de por si los teníamos de nuestra parte, ahí se definió la situación.
Llegó una investigadora, de paisano. Tomó los datos. Y después de un rato nos dejaron ir... de hecho, nos acompañaron afuera y nos dijeron que no nos quedáramos más y que al otro día fuéramos a poner una denuncia. Estuvimos un poco más enfrente del Casino en lo que nos reunimos todos. Todavía hubo un poco más de tranquilizarse. Tomamos taxis y salimos para las casas. Me bajé del taxi en Via Laietana cuando marcaban las 5:45 de la mañana. Caminé lento hacia casa. No sabía si quería hablar con alguien o no. Tenía trabajo que hacer - tengo - y pensé en llegar a hacerlo, aprovechando la descarga de adrenalina. Pero quizá no, pensé. Mandé un par de mensajes, que nadie contestó. Cerré la casa con seguro. Me lavé los dientes. Me puse pijama. Me acosté. Y en ese momento me dí cuenta que tenía ganas de llorar. Y de que me sentía un poco sola. Y me dí la vuelta, abracé la almohada y cerré los ojos. A veces es lo que toca.
Última: K y M están bien, todos nerviosos, ella un poco lastimada, pero sin mayores consecuencias. Ya se tomaron las provisiones que se tenían que tomar. Y no, no tengo ganas de regresar al Port Olimpic.
22.8.07
Con pan y con vino
Estoy en la oficina escribiendo en estado semicatatónico. Las fiestas de Gracia no deberían acabarse entre semana, es muy desastroso. Y a mí no me debería hablar nadie de oficinas importantes mientras estoy recuperándome de la cantidad ingente de alcohol que ingerí ayer.
Muy mal.
No es que me duela la cabeza, es que la tengo desconectada. Y no sirve.
Dice Lilián que las penas con pan son menos. Y con ginebra menos, mucho menos aún.
Anoche perdí uno de mis aretes favoritos en el concierto. Y más tarde el pudor en la Plaza del Sol y estuve llorando enfrente de unos Mossos de Escuadra que me miraban con curiosidad. Pero no, señores, por llorar no se puede llevar a los borrachos a la cárcelo. Porque no parecía borracha. Bueno, eso digo yo.
Iba a subir una foto pero creo que me deprimiría. Es más bonito el recuerdo de lo que tengo en la cabeza, como diría EB.
Salud.
Muy mal.
No es que me duela la cabeza, es que la tengo desconectada. Y no sirve.
Dice Lilián que las penas con pan son menos. Y con ginebra menos, mucho menos aún.
Anoche perdí uno de mis aretes favoritos en el concierto. Y más tarde el pudor en la Plaza del Sol y estuve llorando enfrente de unos Mossos de Escuadra que me miraban con curiosidad. Pero no, señores, por llorar no se puede llevar a los borrachos a la cárcelo. Porque no parecía borracha. Bueno, eso digo yo.
Iba a subir una foto pero creo que me deprimiría. Es más bonito el recuerdo de lo que tengo en la cabeza, como diría EB.
Salud.
20.8.07
La cereza
13.8.07
La tregua
Había una novela de Benedetti que se llamaba así. Pero no me acuerdo de qué se trata. Quizá ni siquiera la leí. Ayer llovió, en la noche. Cayeron relámpagos, como cuando yo era niña y el agosto en Guadalajara era de inundaciones y tormentas imposibles. Pensé que era una manera de recordarme que todo pasa - aún las tormentas que parecen diluvios. Todo cambia.
No puedo dejar de llorar - a ratos. No sé qué pasará. Nadie sabemos qué pasará. No podemos imaginarlo, siquiera. Yo no sé ni qué quiero en este momento. Pero anoche me gustó abrazarme a una almohada y dormir sintiendo que no será para siempre, ni será para mal.
No sé si ha llegado la paz. No la percibo como paz. Pero sé que ya no es la guerra, ni la tempestad a media noche, ni la caminata en el desierto. No soy feliz, pero no me siento tan absolutamente infeliz. Algo tendrá que tener de bueno. El verano me cae como plomo, pero entonces llega la lluvia. Todo pasa.
Seguro algo así es como se siente una tregua.
No puedo dejar de llorar - a ratos. No sé qué pasará. Nadie sabemos qué pasará. No podemos imaginarlo, siquiera. Yo no sé ni qué quiero en este momento. Pero anoche me gustó abrazarme a una almohada y dormir sintiendo que no será para siempre, ni será para mal.
No sé si ha llegado la paz. No la percibo como paz. Pero sé que ya no es la guerra, ni la tempestad a media noche, ni la caminata en el desierto. No soy feliz, pero no me siento tan absolutamente infeliz. Algo tendrá que tener de bueno. El verano me cae como plomo, pero entonces llega la lluvia. Todo pasa.
Seguro algo así es como se siente una tregua.
7.8.07
Pantallazos
El fin de semana ví Ratatouille, Fast Food Nation y Old Boy. Ésta última - en realidad la primera en orden de visionado - en la Sala Montjuic, al aire libre, en coreano con subtítulos que se leían mal. Pero aún así, en una escena de tortura, me quedé con la siguiente frase: "Dicen que a la gente le entra miedo por su capacidad de imaginar... así que no imagines nada".
Y digo yo... ¿qué sería lo peor que podría pasar después de todo?
Y digo yo... ¿qué sería lo peor que podría pasar después de todo?
3.8.07
Puente aéreo
Una de las cosas que me gusta de los aeropuertos es que en realidad, no estás en ningún lado. Es un lugar de paso, algo así como el Limbo antes de que lo mandaran al cajón de los olvidos. No te puedes quedar ahí eternamente y lo sabes. Y las probabilidades de que regreses también son grandes. No está hecho para que generes ningún tipo de cariño a sus paredes. Y sin embargo, son cómodos. Porque a veces es cómodo no estar en ningún lado.
Además - ya se ha dicho en muchos libros y películas, empezando por la empalagosa Love Actually que tanto me gusta - son uno de esos sitios en los que uno tiene que creer en la bondad del ser humano. Ahí se sufre mucho y se es muy feliz. Hasta cierto momento, funciona como un punto de no-retorno: lo que es, se exacerba.
Dejé a mis padres, a mi tía y a mis hermanos en el aeropuerto del Prat esta mañana. Estuvieron conmigo un mes, en casa, viajando, saliendo de compras, a comer, a ver el cielo. Hacía años que no estábamos tanto tiempo juntos, todos. Y me sentí rara. Hoy fui diligente y los acompañé, los ví batallar con sus boletos y sus maletas, recibir (o no) el reintegro de los impuestos, pelearse, mirarse, fumar, pensar... Les dí besos y abrazos, nos prometimos el próximo reencuentro, los ví subir una escalera eléctrica... y cuando me dí cuenta que ya no me veían, empecé a llorar. No porque no hubiera querido que me vieran - fue porque en ese momento me dí cuenta que ya no los podría llamar a mediodía para reñirlos porque se habían quedado en casa o para acordar qué comeríamos, ni me los encontraría en la noche fumando en el balcón, ni compartiría con ellos mis rincones cotidianos, con su pequeñez, su calor, su inconveniencia. Es verdad: no sé si podríamos vivir juntos todo el tiempo. Pero hoy, en este momento justo (el de la verdad, el de no retorno) los extraño muchísimo. Como si se hubieran ido hace años y no supiera más de ellos.
La verdad es que enfrentarse a la realidad cotidiana no es fácil. Y aquí estaban, como un muro de contención, como un espejismo en medio del desierto. Sé que los veré en diciembre, que me esperan como uno siente que lo espera el pasto mullido de los parques. Pero no puedo evitar extrañarlos. Y desear abrazarlos una sola vez más. Ese, el abrazo que siempre hace falta.
Además - ya se ha dicho en muchos libros y películas, empezando por la empalagosa Love Actually que tanto me gusta - son uno de esos sitios en los que uno tiene que creer en la bondad del ser humano. Ahí se sufre mucho y se es muy feliz. Hasta cierto momento, funciona como un punto de no-retorno: lo que es, se exacerba.
Dejé a mis padres, a mi tía y a mis hermanos en el aeropuerto del Prat esta mañana. Estuvieron conmigo un mes, en casa, viajando, saliendo de compras, a comer, a ver el cielo. Hacía años que no estábamos tanto tiempo juntos, todos. Y me sentí rara. Hoy fui diligente y los acompañé, los ví batallar con sus boletos y sus maletas, recibir (o no) el reintegro de los impuestos, pelearse, mirarse, fumar, pensar... Les dí besos y abrazos, nos prometimos el próximo reencuentro, los ví subir una escalera eléctrica... y cuando me dí cuenta que ya no me veían, empecé a llorar. No porque no hubiera querido que me vieran - fue porque en ese momento me dí cuenta que ya no los podría llamar a mediodía para reñirlos porque se habían quedado en casa o para acordar qué comeríamos, ni me los encontraría en la noche fumando en el balcón, ni compartiría con ellos mis rincones cotidianos, con su pequeñez, su calor, su inconveniencia. Es verdad: no sé si podríamos vivir juntos todo el tiempo. Pero hoy, en este momento justo (el de la verdad, el de no retorno) los extraño muchísimo. Como si se hubieran ido hace años y no supiera más de ellos.
La verdad es que enfrentarse a la realidad cotidiana no es fácil. Y aquí estaban, como un muro de contención, como un espejismo en medio del desierto. Sé que los veré en diciembre, que me esperan como uno siente que lo espera el pasto mullido de los parques. Pero no puedo evitar extrañarlos. Y desear abrazarlos una sola vez más. Ese, el abrazo que siempre hace falta.
Cuatro cosas
Con frecuencia me mandan por Internet cuestionarios y "memes" que me encanta contestar, pero me agobia llenarles los buzones electrónicos a los otros. Entonces, en honor a mi querida Fabiolita, y pidiendo que lo replique quien pueda (y que me avise) hago la lista cortísima de las cuatro cosas.
Cuatro trabajos que he tenido en mi vida:
1. Reportera
2. Productora de radio
3. Traductora de noticias
4. Relaciones Públicas
Cuatro sitios en los que he vivido:
1. En un edificio de oficinas
2. Un departamento de 35 metros cuadrados
3. Un ático
4. La casa de mi abuelita
Cuatro lugares a los que he ido de vacaciones:
1. Pihuamo, Jalisco.
2. Ginebra
3. Orlando
4. Venecia
Cuatro de mis comidas favoritas:
1. Papas fritas con chile y limón
2. Pozole
3. Makis de sushi
4. Pasteles de chocolate, cubiertos con chocolate, servidos con helados de chocolate
Cuatro sitios en los que preferiría estar en este momento:
1. En mi casa
2. En Asís
3. En un avión
4. En San Francisco
Mis "cosas" favoritas:
1. Leer
2. Dormir
3. Platicar con quien sea, como sea
4. Irme de viaje inesperado
Cuatro trabajos que he tenido en mi vida:
1. Reportera
2. Productora de radio
3. Traductora de noticias
4. Relaciones Públicas
Cuatro sitios en los que he vivido:
1. En un edificio de oficinas
2. Un departamento de 35 metros cuadrados
3. Un ático
4. La casa de mi abuelita
Cuatro lugares a los que he ido de vacaciones:
1. Pihuamo, Jalisco.
2. Ginebra
3. Orlando
4. Venecia
Cuatro de mis comidas favoritas:
1. Papas fritas con chile y limón
2. Pozole
3. Makis de sushi
4. Pasteles de chocolate, cubiertos con chocolate, servidos con helados de chocolate
Cuatro sitios en los que preferiría estar en este momento:
1. En mi casa
2. En Asís
3. En un avión
4. En San Francisco
Mis "cosas" favoritas:
1. Leer
2. Dormir
3. Platicar con quien sea, como sea
4. Irme de viaje inesperado
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