16.7.04

Onomatopéyico

Una cosa que aprende la gente cuando vive en la Ciudad de México es que la contaminación auditiva puede no tener límites. En un espacio de media cuadra, los gritos pueden ser tantos que uno tema con razones estar quedándose sordo. Por ejemplo, la media cuadra que ocupa la entrada al Teatro Metropolitan.
 
La hazaña de ir a ver Stomp! había comenzado semanas antes. El Chacuas lo sugirió.  Yo, que moría de ganas, dije que sí y el Duque también. A mí se me ocurrió hacerlo público y poco a poco se fueron agregando nombres. Yo prometí comprar los boletos. El "amo de los boletos" cobraba la friolera de 70 pesos de comisión en cada uno, así que me negué a comprarlos por Internet - además de que mi tarjeta de crédito no sirve porque me la clonaron. Total que yo aseguré que estaría en el Metropolitan comprándolos, pronto.
 
Se fueron pasando los días. Yo revisaba los lugares disponibles por Internet y me tranquilizaba ver que quedaban muchos. Como habíamos quedado en que la fecha era el 15, el 14 yo iba a ir por ellos. Pero el 14 fuí secuestrada por un grupo de campesinos dentro de mi edificio de oficinas, así que no alcancé a llegar.
 
Ayer - la fecha planeada - fuí al teatro a mediodía. Me aterrorizó darme cuenta que, con todo y la taquilla abierta con muuuuchos boletos, es el paraíso de los revendedores. Los policías pasan, los ven, platican con ellos. Pero no les dicen nada. Tú vas caminando tranquilamente por Independencia y de pronto se te acerca un obscuro hombrecito y casi te grita en el hombro: "¿Qué pasó, guerita? ¿Quieres boletos para Bunbury, para Stomp? Tenemos de todos los precios..."
 
En la taquilla, cometí el fatal error de querer recibir un consejo del boletero. El tipo y una mujer que estaba sentada junto a él me miraron con ojos de pobrecitaimbécilignorante cuando pregunté si era mejor verlo de arriba que de abajo, porque no conocía el foro. Volví a hacer mis cuentas mentales: "Duque, Chacuas, Alberto, Su, Víctor, Ceci, Roberto, Marianna, James, Mariana". 10 boletos, por favor. ¿Ya se dió usted cuenta del error?
 
Decidí caminar de regreso del teatro a la oficina. Pasé por las calles llenas de voceadores que tenía que recorrer en mis primeros días en el DF para llegar a mi casa... y me acordé porqué me mudé de ahí. Sin embargo, fue divertido pasar por pequeñas tiendas. En una de esas, hasta compré el vaso de mi licuadora, que se había roto ya hacía mucho tiempo.
 
Ya en la oficina, regresando de comer, volví a hacer la cuenta mental de los boletos. Estaba a punto de respirar tranquila cuando me dí cuenta de una cosa: ¡no me había contado a mí! y era casi imposible salirme de la oficina. Me quedé en el ácido el resto de la tarde, hasta que cerca de las 7, George me llevó al teatro.
 
Fue entonces el momento del ruido, absoluto, infernal. Mientras me formaba para ver si todavía quedaba el boleto 15 de la zona C4 en la tercera fila (hubiera sido horrible mandar a alguien lejos) me pidieron dinero para los niños con cáncer, las mujeres de la calle, los organilleros; me ofrecieron papitas, refrescos, binoculares y, por qué no, el vídeo de Stomp en su versión pirata.
 
Después de comprar el boleto que, mágicamente, sí estaba, me dió la indignación. Decenas de puestos alrededor del teatro vendían todos los souvenirs posibles. Había, sin embargo, un grupo que llamó mi atención porque estaban completamente abstraídos del ruido: unos muchachos de rasgos extranjeros, entre ellos uno con mohawk y otro con una enorme melena afro, jugando futbol. Cáscara callejera con los niños de la calle, muchos de ellos hijos de los ambulantes. De pronto jugaban, después se burlaban de los niños y de sus compañeros haciendo teatro y mímica callejera de la mejor escuela. Comprendí que estaba viendo a los artistas del show.
 
Para absoluta fascinación de los niños, estuvieron jugando con ellos un buen rato. Después tomaron aire y se pasearon entre los puestos de mercancía "pirata". Dos de ellos terminaron comprando una chamarra y una taza respectivamente antes de entrar al teatro por la puerta de artistas.
 
Ya sin mi show callejero, intenté concentrarme en la lectura de un libro. Pero no. Atrás de mi seguían los doscientosquincemil ambulantes vendiéndome hasta lo imposible. Y ninguno de los citados llegaron. De pronto ví al Chacuas. Intensamente rojo, hinchado, sudoroso. Me sorprendió. Después del abrazo de saludo me dice: "¿Has oído esa historia de que si te comes unos tacos en la calle te mueres?". Me dí cuenta que estaba temblando y trataba desesperadamente de abrir un frasco de medicina. Sus brazos estaban llenos de ronchitas y sus manos, tan hinchadas, que le eran prácticamente inútiles.
 
Le dí el medicamento y corrí a una farmacia homeopática que había visto a una cuadra. Rogé, me abrieron y compré algo para él. Cuando regresé, me encontré con Marianna. Le dí al Chacuas una primera toma y comenzaron los peores 30 minutos del día: espera a que lleguen todos los invitados antes de que nos den el portazo.
 
Poco a poco, entre el caos del valet parking y los cientos de personas que llegaban al teatro, ví arribar a los dueños de los 10 boletos en mi bolsa. Al final, entré corriendo con James y Mariana. Apenas nos habíamos sentado y todo, apagaron las luces. El timing perfecto.
 
Sobre Stomp, sólo otra onomatopeya: wow. Literalmente, estos sí salieron más cabrones que bonitos. El show es una revaloración cuidadosa de las percusiones, y nos hace recordar cómo en realidad están en las cosas más cotidianas. Los juegos con escobas, baldes, trapeadores, destapacaños, botes de basura... Lo más bonito es su capacidad para que a nosotros, que nos gusta el showbiznez, nos sintiéramos parte del juego con aplausos. Me encantó sentir el silencio del teatro - a pesar de que la señora detrás de mí no paraba de narrar el espectáculo -, y sobre todo, la cooperación, la risa, la felicidad que se veía en las caras de quienes asistieron. 
 
Lo más increíble es darse cuenta que todos esos sonidos salen del cuerpo, de los objetos que nos rodean: retomar la idea de que somos una orquesta. ¿Lo más bonito? Yo me quedo con tres números, más bien discretos en cuanto a la intensidad de su sonido: los encendedores, la basura y el periódico. Y me quedo con la serena diversión de todos los artistas que salen a jugar una cáscara con los niños del barrio antes del espectáculo.

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