18.6.03

Sobre la tupperwaritis y el chino atrás de la oficina

Hoy durante la comida descubrimos una enfermedad común a muchas madres de familia y abuelitas: la temible tupperwaritis. Se trata de un padecimiento crónico fácilmente detectable. Viviendo como lo hacemos en la era del plástico, constantemente en nuestros hogares se desocupan toda clase de recipientes hechos de este material: botes de yogurt, shampoo, refresco, jugo, margarina... en fin. Podemos darnos una idea. El hecho es que una vez terminado su contenido, muchas mujeres - y en algunos casos también hombres - deciden que lo más razonable es guardarlos por siempre porque "no vaya a ser que se ofrezca".

Quizá la primera persona que yo conocí con una tupperwaritis en estado crónico era mi difunto abuelito Lupe. Tenía algo con el reciclaje, a pesar de que nació en 1904, cuando no se estilaban esos asuntos. Recuerdo que, por ejemplo, guardaba todos los plásticos autoadheribles que venían en la comida empacada del súper. Con cuidado los lavaba y los ponía a secar, para después envolver con ello otros alimentos y lograr que se preservaran frescos más tiempo. Además, cuando dejaron de entregarnos la leche en envases de cristal - sí, como los de Don Gato - también conservaba los galones de plástico. Después de lavarlos y ponerlos a secar, los cortaba por mitad y dejaba pequeños botes de basura en los lugares más insospechados. Y esa era su función: ser botes de basura. Eventualmente, sobre todo durante las vacaciones de verano en las que los 35 nietos que somos llegábamos de visita, la oferta de botes excedía la demanda. Entonces y sólo entonces, con todo el dolor de su corazón, aceptaba a tirarlos sin reutilizarlos, mientras mascullaba en contra de las grandes cantidades de basura inútil que creaba la "suciedad moderna", como diría Mafalda, más no mi abuelo. No cabe duda. Era un hombre sabio.

Mi predicción - o mi sueño apocalíptico - sobre la tupperwaritis, es básicamente sencillo: un día, esas mamás que dicen que hay que guardar todos los envases porque "qué tal si llega una visita y le quieres dar algo y no tienes en qué dárselo", se encontrarán con que ya nadie va a visitarlas. No porque caigan mal ni por nada por el estilo, sino porque simplemente ya no hay espacio. Todos y cada uno de los lugares posibles están llenos de botellas de plástico. En realidad, han desaparecido los vasos, los floreros, las macetas... todas son de plástico de rehuso. Ya no hay ropa en los cajones... hay moldes de plástico. La casa del perro está llena de botes y ya no hay más jardín, sino algo así como una reserva nacional de plástico. Todo de plástico. Y así es un poco difícil convivir.

Pero bueno, dirían los más ortodoxos de mis lectores (si es que existen)... ¡¿y el chino?! Fácil. Resulta que detrás de mi oficina hay un café de chinos que - para variar un poco - es bastante pulcro. La cocina es muy decente, más bien buena, y las porciones son enooormes. Tan grandes que prácticamente todos los días tenemos que pedir parte de los alimentos para llevar. En un molde de plástico. Para evitar la tupperwaritis en nuestras respectivas casas, y ahorrar un poco de paso, hemos llegado a una conclusión: compraremos un bonito molde con separaciones y lo grabaremos con nuestro nombre. La próxima vez que bajemos al chino los llevaremos con nosotros y pondremos las sobras ahí. Después, le pediremos a nuestro muy amable mesero que lo guarde en su refrigerador. Al fin y al cabo, todos los días vamos a comer ahí... algunos puede y debe haber recalentado.

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