Me faltaron los pañuelos de tela blancos. Siempre se me olvidan. Y me quedo en el aeropuerto un poco desconcertada porque necesito encontrar algo que me haga las cosas más sencillas. Afortunadamente hoy, iba con alguien que decidió ponerse a saltar como pelota de basketball mientras agitaba las manos. Yo me sumé con energía, casi con entusiasmo. Pero no realmente.
Existe - lo sabemos quienes vivimos lejos - esa sensación agridulce de reencontrarse con la familia. Por una parte estás feliz y por otra preocupado. Y cuando se van estás tristísimo, pero también agotado, queriendo recuperar la "normalidad" de tu espacio.
Existe - lo sabemos quienes tenemos hermanos - una dualidad infinita entre querer matar a alguien y quererlo tener siempre a tu lado. En el fondo, amas incluso poder pelearte con él. Caminar durante horas viendo escaparates, edificios o exposiciones. Quejarte de las películas que has visto en el último año. Intercambiar listas de música. Confesar con un par de tragos más cosas inconfesables que no te habías dicho ni a tí mismo.
Supongo que justo ahora el avión que se lleva a Diego de Barcelona debe estar preparándose para despegar. Hoy ya no me preocupo si hay algo en la nevera que él pueda cenar y sea medianamente nutritivo. Mañana cuando me vaya a la oficina no le llamaré a ver si se ha levantado ni me sentiré culpable de no estar en casa para comer con él. Y, al mismo tiempo que esas dos cosas me alivian, también lo extraño. Como extraña uno las largas sombras del otoño, o el sabor de ciertas frutas de estación.
Me voy a dormir con un pañuelo de tela blanco. Para despedirlo mientras duermo, para usarlo para pedir una tregua cuando - hasta en sueños - peleamos. Para agradecer - todo esto.
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1 comentario:
Solo quienes vivimos lejos lo sabemos de verdad.
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