La idea de que pusieran agujas en diversas partes de mi cuerpo nunca, nunca me había hecho demasiada gracia. En general, las odio. La idea de tener que someterme a un análisis de sangre o, peor aún, una donación, durante mucho tiempo ha sido casi incapacitante.
Por lo tanto me sorprendí a mi misma cuando al final tomé hora en una clínica de medicina tradicional china y la respeté. Me subí a un autobús a tiempo, caminé con calma y llegué justo a tiempo. Justo cruzar el umbral sentí miedo. Agujas. Era todo en lo que podía pensar.
Mi terapeuta - mujer maravillosa y amiga querida - me sentó en una silla y comenzó a diagnosticarme un poco como si no me conociera de nada. Fue tirarme de la lengua y el llanto y la voz entrecortada que había guardado durante días y semanas salió. Había una pregunta en mi cabeza antes de llegar: ¿por qué voy? ¿con qué quiero que me ayuden?
La verdad es que no lo sabía (sé). Supongo que con todo.
Hablamos durante un rato grande de mí, de mi historia clínica, de la de mi familia. Después, me hizo acostarme en una cama de masaje y, a través de sus manos, comencé a sentir todos y cada uno de mis dolores. No lloré, pero casi - sentía mi espalda recogida como un caracol, mis manos tensas, mi cintura ligeramente desplazada. No era dolor lo que me pedía el llanto - era la certeza de lo mal que a veces trato a mi cuerpo, que desesperado intenta decirme que hay cosas que no, no estoy haciendo bien.
Después, me pidió que me pusiera boca arriba. Y supe que tocaba que me pusieran las agujas. Pánico. Me da mucho miedo, pero no me gusta que la gente sufra de más cuando tiene que tratarme. Asi que cerré los ojos. Y sentí los pinchacitos en mi frente, en mi cara, en mi pecho, en mis manos, en mi estómago, en mis piernas, en mis pies. Sólo me hizo daño franco uno, que mejoró en cuanto ella lo movió un poco.
Y me dejó ahí - oliendo algo, sintiendo el calor en mi cuerpo y tratando de no moverme. Concentrándome en mi respiración. Sintiendo mi estómago subir y bajar. Descubriendo cómo si bien las agujas no estaban desapareciendo, sí dejaba de percibirlas, de pronto.
Con los ojos cerrados, pensé en mi casa - en las cosas que ya no me gustaban. En su vista espectacular y sus ventanas que cierran mal. En toda la gente que ha compartido conmigo ahí. En los momentos buenos y malos. Comencé a pensar si realmente me gustaría irme de ahí - aunque sé que un día más pronto que tarde quizá tendré que irme. ¿Qué era lo que estaba mal?
Moví un poco la pierna y un calambre me recorrió de un lado a otro. En reflejo, moví la mano opuesta - la derecha - y pasó algo similar. Respiré de nuevo - con los ojos abiertos. No veía nada. Pero me veía cambiando esa casa que tiene mucho que darme aún.
D regresó y me quitó las agujitas - ya sin dolor. Hablamos un poco y me dijo que tenía dos posibilidades: que me diera un sueño tremendo o una energía grande por canalizar. Le dije que había resuelto que lo que no me gustaba era mi cama. Quedamos de vernos pronto.
Regresé a casa y, después de comer, entré a mi habitación... y comencé a desarmar la cama. V, mi compañero, fue a ver qué pasaba. "¿Quieres que te ayude o prefieres hacerlo sola?". Quería hacerlo sola. Terminé de romper la cama en mil pedacitos de madera y puse el colchón contra un muro. Cambiamos después los muebles de la sala ahí y lo convertí en un estudio. Esta noche duermo en otra habitación.
Muchas cosas están cambiando: mi alrededor también necesitaba su propia revolución. Quizá acicateado por esos objetos punzantes.
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