Estoy en el enorme aeropuerto de Frankfurt. Esta entrada subirá con tardanza al blog porque, increíblemente, no hay conexión a Internet. Siempre me encuentro con la sorpresa de que en realidad son las ciudades pequeñas o los aeropuertos pequeños los que ofrecen alguna ventaja de comunicaciones a los que queremos trabajar desde nuestros no-puestos de trabajo. Oficialmente, hoy empiezan mis vacaciones. Y sin embargo, siento que debería estar haciendo cosas.
La última semana en Barcelona transcurrió entre despedidas, encuentros fugaces y angustia. Me sentía angustiada, orillada a tomar algún tipo de decision al respecto de todo lo que está pasando en mi vida. Pero no estoy lista. Y si en algún momento dije que no tomaría decisiones hasta después de mi regreso fue porque había algo en mí que me decía que era lo más lógico, lo más adecuado para mi – disculpe usté el lugar común – atribulado corazón.
Sólo para que conste en las grabaciones: me gusta vivir ahí. Es bonito salir caminando de un sitio a otro. Tener huecos en los cuales tomar un café o una cerveza por las tardes con algún amigo. Mirar desde la terraza los atardeceres sobre el puerto. Me gusta sentir que siempre hay más cosas por hacer, sitios que conocer, exposiciones que visitar. Saber que vives en una ciudad con mar (a pesar del frío que se pega, del calor que ahoga). Y sin embargo paso el año con estas ganas locas de volver a casa, o lo que conocía como casa.
Ya he discutido en este blog mis amores con los aeropuertos. Pues hoy, justamente, no me son tan adorables. Acostumbrada por varias razones al “como Juan Palomo, yo me lo guiso, yo me lo como”, salí a las 4:30 de la mañana a tomar mi taxi, con mis tres maletas, con mi miedo al exceso de equipaje. Quería hablar con el conductor, con alguien, pero él no quería hablar conmigo. Comentaba los sucesos de la noche con el resto de los taxistas por el radio. En algún punto, nos detuvo un retén de los Mossos de Escuadras. Paraban a los taxistas y miraban las caras de los clientes. A nosotros nos dejaron pasar sin siquiera un halo de duda. Supongo que mi cara de sueño y desconcierto resultaba confiable. Por la conversación del radio me enteré, sin embargo, que otro taxista que iba justo detrás de nosotros, con un grupo de chicos con aspecto pakistaní, tuvo que detenerse y decir a dónde iba. Siempre pasa. Siempre.
A mí me gusta la sensación de pasar desapercibida. Creo que antes era mucho más protagonista que ahora. Quizá entre mis amigos, mi familia, me guste el karaoke, la bulla, el reconocimiento. No entre los extraños. Prefiero que mi presencia se intuya, se sepa, más no se note. No me gusta ser cuestionada, ni observada. Así que mantengo un perfil bajo e intento escaparme de todo con una sonrisa.
Todo esto es demasiado confesional. Sólo tengo una cosa que reprocharle a Minerva (mi MAC): que no tenga solitario entre sus programas. Me aburro y comienzo a contra cosas que no debería contar. En fin.
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2 comentarios:
¡Tienes razón! No me había percatado que las Mac no tienen solitario... y pues creo que también tienes razón en querer mantener un bajo perfil en la calle en Europa... no sé de cuando a acá el ser extranjero ha pasado de ser interesante a peligroso... y bueno, en Barcelona hay tantas y tan buenas librerías que mantenerlo a costa de lectura no debe ser tan malo...
No, efectivamente es fácil de desaparecer. Y lo sigo encontrando mucho más cómodo. Saludos!
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