13.9.06

La becaria

Comenzó con el anuncio de la visita de los holandeses. Un correo electrónico pedía que tuviéramos las oficinas y el almacén en las mejores condiciones posibles porque venían los nuevos jefes. Una semana antes comenzó la danza de la simulación: tira lo que antes era importantísimo, limpia lo que hace años no movías. Y en tanto movimiento, ellas salieron. Enormes. Grises. Salieron espantadas entre las cajas del fondo, enormes. Miguel decía que eran inmensas, del tamaño de un brazo.

Cuando me lo contaron, yo lo recibí como una leyenda urbana. Parecía que cada vez que alguien las invocaba crecían más o se volvían más feroces. Como cuento para niños. Aparecieron por primera vez un jueves. Para el viernes, las bromas habían desterrado al terror inicial. Pero pasó el fin de semana. Y llegó el lunes.

Como todos los días, prendí la luz. Algo había cambiado. Dirían los jedis que había algún tipo de perturbación en la fuerza. Curiosamente, tuve como una ceguera parcial: era obvio que alguien – o algo – había estado ahí. Pero no quería verlo. No quería percibir el caos reinante en mi escritorio. Ni la ausencia de mi manzana. O el camino de tierra que salía desde mi maceta (tengo una planta que me acompaña) hasta el suelo. Todo era raro. Pero lo más raro de todo fue cuando descubrí que Guillemette no estaba.

Guillemette es un cactus regalado por su homónima, una querida amiga que vive en Lyon. Me lo compró para alejar las malas vibras del escritorio. Apenas una semana atrás un día me había sorprendido con unas pequeñísimas flores lilas. Y ahora no estaba. Al comenzar a buscarlo por detrás del escritorio, descubrí más caos. Demasiado caos. Y unas cosas que no parecían precisamente pequeños pedazos de chocolate.

Encontré a Guillemette tirado detrás del escritorio. Y entendí que había tenido un visitante. Entonces, todo comenzó a ser claro. Los pedacitos de algo negro eran seña que además había descargado su estómago. Después de comerse mi manzana. Y pasearse por escritorio. Y – deseé – espinarse con el valientísimo Guillemette que, en la lucha, había terminado en el suelo.

La señora de intendencia, Amable (nombre propio, además de característica), limpió de nuevo y más o menos a consciencia mi escritorio. Más o menos porque la verdad es que yo nunca he confiado en que limpie nada a consciencia. Pero intenté pensar que todo estaba bien, que nada había pasado, que el visitante había entrado atraído principalmente por la manzana que dejé el viernes. Todos dijeron lo mismo. Que había dejado comida. Se les olvidaba que durante todo el invierno yo había tenido una bandeja llena de dulces y nunca, nunca había sido atacada… con excepción de por los humanos que pululan por la oficina.

Logré olvidarlo. Llegó el martes. Cuando encendí la luz, todo estaba bien. Comencé a trabajar con la sensación de que alguien más estaba ahí. Me tranquilicé a fuerzas. Escuchaba ruidos, pero estaba casi segura que eran mis nervios. Sólo mis nervios. Puse música. Seguía escuchando ruido. Algo que se movía. Abrí un cajón. Todo parecía en orden. Abrí otro cajón. Había un poco de caos. Lo cerré. Seguí trabajando. Y el ruido seguía ahí, poco a poco. Volví a abrir el cajón medio de mi escritorio y me brincó encima. Era un ratón joven, creo, por el color de su pelaje. Medía casi veinte centímetros. Todavía, meses después, puedo sentir sus patitas y su peso en mis piernas. No supe si me había asustado o no. En ese momento. Un minuto después, cuando Lisa gritó y el ratón salió corriendo por las escaleras me di cuenta que sí que me había asustado.

De eso hacen varios meses. Duré un par de días nerviosa – todavía a veces lo estoy. Asqueada. Siento que mi oficina es un sitio sucio y extraño. Incluso alguna vez pensé que se podría hacer una demanda por emotional distress o cosa similar.

Un par de semanas atrás, iba caminando con el Duque por las calles de Gràcia. Nos dirigíamos al cine y de pronto vi moverse cerca de una tienda abandonada a un ratón muy similar a aquella “becaria” que vivía en mi escritorio. Temblorosa, me detuve y le di un tirón de brazo a Flavio. “Mira”, fue todo lo que pude balbucear…helada. El Duque dio voces, asombrado. El ratón se percató de nosotros y salió corriendo.

Ahora tengo miedo de regresar a la oficina. El temor a encontrarme con otra rata incluso supera la pereza de lidiar con la peor parte del trabajo o de hablar con los clientes más bordes. O me puedo estar engañando: la rata aquella puede ser un cautionary tale que me dice que no tengo nada que estar haciendo aquí, que más vale cambiar pronto porque lo que se guarda como sorpresas en esta empresa no parece nada agradable. Es tiempo de cambios. Ojalá.

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