25.5.06
Lisboa - Día 2
A trabajar. Me levanté muy temprano – sigo con el horario español – y con un pie en la regadera sonó mi móvil. El sacrosanto jefe financiero, gritándome (qué novedad), preguntándome que qué hacían ahí unos hombres que iban a pintar el rótulo de la entrada. Evidentemente, dije, iban a pintar el rótulo de la entrada. Desató el Apocalipsis, me dijo que los había mandado de regreso porque no había autorización del dueño de la nave, y mil y una cosas… que pudo haberme dicho la semana pasada en la reunión cuando anuncié que se pintaría el nuevo logotipo. Los siguientes treinta minutos fueron de llamadas telefónicas y angustias. No había pasado nada. El logotipo comenzó a pintarse un poco más tarde. Qué ganas de hacerme la vida difícil.
Desayuné en el hotel, rápido, porque mi cita con mi compañero portugués era a las 9:30. A esa hora estaba yo en el lobby, perfectamente lista, trajeada, para irme a hacer de muda a la feria (con mi falta de portugués, no veía qué más). Pero no llegó a las 9:30. Ni a las 9:45. A las 10, cuando estaba a punto de marcarle, me llamó. Se había retrasado y no llegaría por mí hasta más tarde. ¿Cuánto más tarde?, pregunte. “No… seguramente ocupe toda la mañana… ¿por qué no te vas a caminar un poco y a conocer Lisboa?”. Francamente, casi me muero al colgar. Está bien que yo no había visto mucho de Lisboa pero… era una locura estar lejos de mi oficina en un lunes y no estar haciendo nada… vamos, nada planeado. Me acordé del primer viaje de negocios que hice en la agencia de Relaciones Públicas… era también a una feria. El representante del cliente en México, inexplicablemente, me mandó el material con el peor transportista del mundo. Todo llegó dos días tarde. Monté cuando la feria ya había empezado… y me pasé dos días en la playa de Cancún sin nada que hacer. Esa vez, mi jefa iba conmigo y fue la primera que se puso el bikini. Me dijo que me quitara la culpa de encima… y lo disfrutara.
Así que en honor de mi querida Jefa me salí y tomé de nuevo el metro ahora con destino a Rato, cerca de la casa de Pessoa. Y la visite, junto con su barrio, que es guapísimo. Y encontré una tienda chiquitita en una esquina, donde venden sólo cosas de gatos. Y descubrí, poquito a poco, porqué Lisboa es tan bonita. Es silenciosa. Sirve para escribir y mirar. Tiene muchos rinconcitos. Tiene plantas y árboles por todos lados. Es limpia. Tiene el río y corre un airecito que la refresca. En general, es guapa. Volví a caminar todo el centro y aplaudí a los publicistas del banco Espirito Santo que han puesto tremendos espectaculares que dicen “Esta es la bandera más bonita del mundo”, invitando a los portugueses al orgullo nacional y al apoyo de su selección de futbol.
A medio día, cuando el sol y los zapatos ya casi me habían matado, me habló Fernando. “¿Ya comiste? Es que yo ya”. Quise matarlo yo a él. Me pidió que tomara un taxi y le dijera que me llevara a la zona de restaurantes de las Docas – los embarcaderos, que yo entendí “Bocas”, pero el taxista supo interpretar. El taxi era un Mercedes de los 60s al que me subí por pura nostalgia malentendida de la Habana. En 5€ (o 10 minutos) estuvimos en las Docas. Son los antiguos almacenes del puerto ahora convertidos en zona de restaurantes. Comí como una reina bajo el solecito y con la brisa del río a un lado. Además, las Docas tienen una visión muy interesante de Lisboa como pastiche de tópicos internacionales: desde ahí se ve el Cristo O Rey (réplica del Cristo de Corcovado en Brasil) y el puente 25 de Abril (idéntico al Golden Gate).
En cuanto vi a Fernando, me explicó la confusión: la feria empezaba hasta el martes, no había prisa por estar el lunes en el Centro de Exposiciones más que en la tarde, para terminar con el montaje. Me sentí un poco menos culpable. Después de la comilona fuimos por fin a ver el stand. Salimos de ahí y tardamos dos horas en ir y regresar por un material a uno de los almacenes en los alrededores de Lisboa. Recogimos a una amiga de Fernando y fuimos a comer.
Disfruté mucho de la cena. La comida era excelente y estaba sentada en frente de dos niños bien: con modales exquisitos, Fernando y su amiga se comportaron de una manera impecable. Tal vez sólo podría cuestionarles que no hablaran más despacio o un poco en español, porque me resultaba casi imposible seguirles. A la mitad de la cena, un hombre estadounidense entró y preguntó por “El Senyor who parks the cars”. No sé qué habrá sido de él porque salió seguido por el Maître y no regresó más. Creo que me bebí casi media botella de vino. Desde el auto, Lisboa parecía mucho más pequeña que lo que me costó caminarla. Pero sus árboles seguían siendo hermosos, y sus estatuas, y sus anuncios que abogaban por “la bandera más bella del mundo”. No pude resistir la tentación de encender la televisión al llegar al hotel. Adormilada, comprendí que pasaban – extraña bendición – un capítulo de Sex & the City. Habíamos cambiado mi boleto de avión y, en lugar de regresar a Barcelona a las diez de la mañana, lo haría a las siete de la noche. De improviso, un día más para hacerme de Lisboa.
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