9.5.06

El resto del viaje a México

Dado que este blog me sirve como bitácora personal y NUNCA termino de contar mis viajes, va el resumen corto del viaje a México que hice hace ya (qué increíble) dos meses:

- Sábado 11 de marzo: familiar.
Como si no hubiera pasado el tiempo, de pronto ahí estaba yo con mis papás y mis dos hermanos, paseándonos de un lado a otro de la ciudad. Era extraño estar los cinco, solos, sin prisas... sin ganas de pelearnos. Tenemos a tanto tiempo sin vernos que necesitamos la presencia. Además, mis padres decidieron consentirme como pequeñita: tuve ropa y zapatos nuevos y fuimos a comer a uno de mis restaurantes favoritos. Fue un día bueno.

- Domingo 12: también familiar.

No sabíamos cómo se venía la semana. Entonces decidimos ir con mi abuelita paterna a comer. Mi papá y mis hermanos regresaban a Vallarta ese mismo día, por aquello de las escuelas, el perro (mi otro hermano) y la huerta de tomates. En un ataque de nostalgia, insistí en ir a misa a la Iglesia donde fui toda mi infancia. Me sorprendió su tamaño: a pesar de que me fuí de ahí siendo adulta, la recordaba más grande. Estaba el mismo señor cura y el mismo sacerdote que me confesaban muchos años atrás. Y en la nostalgia, me confesé. El padre me reconoció y en lugar de confesarme me preguntó que en dónde estaba, con quién, si ya hablaba catalán, en fin... Casi como si fuera mi tío. Al final, me preguntó si ya había pensado en tener hijos. Le conté que lo consideraba, pero poco a poco: "Me parece bien", repuso. "Acuérdate que primero siempre está el amor a tu marido. Que los hijos no se interpongan en eso". Me sorprendió. La tarde transcurrió rápido entre casa de las dos abuelas. Y decidí ir a la ciudad de México.

- Lunes 13: primer contacto con el mundo exterior.
Era increíble eso de despertar y tener el desayuno listo, en la habitación. Literalmente, era como si mis deseos fueran órdenes. Quise comer mole verde - especialidad de mi abuela. Y comí mole verde. Según esto iba yo a aprender cómo a hacerlo... pero me conecté a internet para buscar unas direcciones y el boleto de avión al DF y bueno... me distraje. Comí y en la tarde me ví con miss H. Hablamos de muchas cosas: la vida, el futuro, el compromiso, los trabajos. Me llevó a La Estación de Lulio, un cafeto que solía frecuentar. Mientras esperaba a Verde, descubrí una cosa: el tiempo no había pasado. La gente que se reunía ahí era la misma, pero con otras caras. Todos tan progres, tan cool, tan únicos. Me dió un poco de miedo. Me acordé que la última vez que estuve esperando a alguien ahí me dejó plantadísima. Pero Verde no es así. Llegó, nos tomamos una cerveza, me presentó a los habitantes de la mesa de al lado (Guadalajara is a little town)y nos pusimos medio al día. Después me llevó a comer Tacos Fonseca a Avenida México. Me moría de la emoción. También fue un buen día.

- Martes 14 y miércoles 15: México lindo y querido.
Salí temprano para Toluca. Las nuevas opciones de vuelos económicos me obligaban a hacer una escala en la ciudad en la que viven los papás del Duque, así que pude desayunar con ellos antes de lanzarme a la jungla. Tomé el autobús hacia el DF al medio día. Cuando llegué a la estación de Observatorio, comencé a ponerme muy nerviosa. Agarré fuertemente mi bolsa y casi corrí hasta el metro. Compré mis boletos de 2 pesos (por ahí como 17 céntimos de euro) y me subí al transporte urbano más utilizado del mundo. Qué agobio. Se me había olvidado que la gente no tiene espacio y va cerca, muy cerca de tí. Respira, Cinthya, respira.
Salí del metro más tranquila. Pero nadie me había preparado para el famoso Metrobus. En tres palabras: lata de sardinas. Recibí el planchado diario y para cuando bajé en cerca de mi antigua oficina me MORÍA de calor.
Fuí a un Sanborns a peinarme (jijiji) y después entré a la oficina. Descubrí que difícilmente conocía a alguien. Vamos, por lo menos me dejaron pasar. Pero los que me conocían me saludaron con suficiente efusividad como para solventar algunas (sólo algunas) de las faltas. Conocí al monstruo que tuvo la falta de decencia de criticarme sin conocerme. Me odió. Yo ni siquiera le dí el gusto. Es un bicho.
Salí a comer con un grupo del cual conocía a muy pocos... demasiado pocos. Pero fue bien. Después, a la compañía telefónica a hacer trámites con Moni y luego al médico. Uf. Horroroso. Pero estoy sana, que es lo importante.
Otra vez, unas horas para mí sola. Y subí y bajé por las calles de Polanco tratando de encontrarle algún sentido a la distancia. Es tan rápido todo que sentía que podía subirme al metro y bajar en plaza Catalunya. Sentía, pero sabía que no. Cené con los cuatro fantásticos: Arlette y el Doc tenían una panza inmensa, a puntísimo de ser papás. Karla y Arturo no tenían una panza inmensa, pero también estaban en la fila. Dios. Los bebés nos invaden.
Dormí en el Sur de la ciudad. Por la mañana hice literalmente decenas de llamadas telefónicas. Almorcé con Bef, con Arlette y una compañera de trabajo de Arlette. Hablamos horas. El desayuno se extendió hasta el medio día. Corrí a la Condesa para ver a Mufasa y a Mar, que los extraño. Mufasa no estuvo. Mar estaba: sonriente como siempre. Qué bien me hizo verla, también. Correr de nuevo al otro lado de la Condesa para visitar las nuevas instalaciones de la Bola de Papel. Hablé por teléfono y visité a los que estaban. Taxi hacia Polanco. Cecilia me esperaba para llevarme a su casa en Satélite. Comí con ella y después salimos hacia Toluca en su auto, porque tenía un avión que tomar. En el aeropuerto, me encontré con el Woody, que había ido desde Querétaro a darme un abrazo. Feliz, feliz, contento, contento. El avión se retrasó y pudimos hablar un poco. Regresé a Guadalajara casi muerta. Pero muy, muy contenta.
(Quienes conozcan el DF sabrán que hice maravillas en solo dos días).

- Jueves 16: fin del trámite.
Desayunamos en casa. Casi al mediodía, nos fuimos por la famosa visa. Cinco minutos y yo salía de la embajada con mi pasaporte. La verdad es que por un momento hubiera querido que se retrasara... pero no. Acompañé a mi mamá con el médico: estuvimos ahí un rato mientras se aseguraron que nada malo le sucedía a sus piernas. Y nada malo les pasaba. Finalmente, fuimos a comer a aquel campestre que la vigilia nos negaba el viernes anterior. Delicioso. Fuimos a conocer el terreno de la nueva casa de Martha, en plena naturaleza. Tan bonito. Luego, compré algunos encargos en unas librerías y me apersoné en la presentación de un libro en la librería del Fondo de Cultura Económica. Por supuesto, me topé con algunos personajes de mi pasado, incluidos algunos compañeros de trabajo. Me hizo gracia no estar tomando notas, no ser la reportera encargada. Me hizo gracia estar ahí por gusto. Víctor me llevó de regreso a casa y también a Ángel. El pasado parecía estar en todos lados.

- Viernes 17: todo.
Se me acababa el tiempo. A primera hora de la mañana desayuné con Adriana. Quería traérmela a Barcelona pero no se dejó. Ella me llevó casi hasta la oficina de mi primer jefe, David Izazaga. De editor, ahora es gran funcionario universitario. Qué ilusión. Qué bonita oficina. Qué bonito trabajo. "Pues ya vente, Pitufa", me dijo. "Ya sabes que encontraremos algo para tí". No sé si sólo eran palabras amables pero me sentaron bien. Después, la no-cita con un antiguo innombrable. En un absurdo que siempre sucede, vagamos por un interminables puntos de la ciudad mientras hablabamos de cosas serias enmascaradas en trivialidades. Era como ir recorriendo lugares sin querer. Acabamos muy cerca del sitio donde habíamos empezado, tomando té helado en un restaurante para que las abuelitas tomen el té. Era, lo menos, surrealista. Ambos teníamos lugares a los cuales llegar y nos despedimos en un taxi, durante la espera de un alto.
Yo tenía que encontrarme con Víctor pero cuando llegué ya había salido de su oficina para ir a comer. Intenté llamarle al celular sin éxito. Entonces, de pronto, me acordé que tenía que hablar con Oseas antes de irme. En quince minutos yo estaba de vuelta en un taxi, citada para comer con él. Me recibió en su "comuna": me gustó que, a diferencia de las comunas de Barcelona, esta tuviera jardín. Queríamos tacos pero otra vez la mochez tapatía nos golpeó: la taquería estaba cerrada. Acabamos comiendo el extraño sushi mexicano y contándonos entre maki y maki nuestras desordenadas vidas. Caótico, pero lindo.
De camino hacia un espectáculo ecuestre - ¡qué mexicano, por dios! - él y sus amigos me llevaron a casa. Cuando llegué, un intenso olor a tamales ya impregnaba todos los sitios. Qué emoción. Me llevaron hasta flores. Mi papá y los niños llegaron rozando la media noche y otra vez los cinco volvimos a dormir bajo el mismo techo.

- Sábado 18: casi última.
Labor de relaciones públicas conyugales: fuí a desayunar y conocer a la prometida de un amigo del Duque. Fue divertido. Después, fuí a buscar tequila y acompañé a mis papás a un laboratorio de análisis (no están enfermos: check-up anual). Regresamos a casa y Oseas fue por mí para ir a una boda, del hermano de un compañero de la escuela. Ví a Picho y a Bárbara con sus dos hijos - ¡la invasión!. Me dió mucho gusto encontrarlos tan felices. El bueno de Oseas me llevó después a un restaurante llamado La Vaca Argentina, donde se celebraba el cumple de mi querida Fabiolita. Ah, la universidad. Muy divertido, sobre todo porque tomé un poco de más y me puse risueña. La guera insistió en que fuéramos a conocer su casa y su perro - ¡la invasión!. Fabis me dejó en casa después: yo hubiera querido seguir la fiesta, pero había que hacer maleta.
Javier me ayudó a empacar. La verdad es que nos moríamos de tristeza, pero tratábamos de que no se nos notara. No me acuerdo qué hicimos esa noche. Seguro que fue algo que no mostrara que estábamos muy, muy tristes.

- Domingo 19: el regreso.
Mi avión salía a las 8 de la mañana. Por ser vuelo internacional, había que estar ahí a las seis. Todos se despertaron. Llevaba una comitiva digna de cualquier mandatario. Iban siete personas a despedirme. Y contra todos los pronósticos, documentar mi equipaje me llevó cinco minutos. "Su vuelo viene un poco retrasado", me dijo la dependienta al darme mis papeles. "Entonces la cambié al de las siete de la mañana para que no vaya a retrarse en la conexión a Madrid. Tiene que abordar en diez minutos". Tristemente, lo agradecí. No me creía capaz de soportar una despedida de una hora y media en el aeropuerto de Guadalajara. Los abracé a todos rápido. Mis brazos no querían desprenderse de ellos ni viceversa. Lloré. Siempre lloro. Pero intenté que fuera en el avión, para no preocuparlos demás.
Eran demasiadas horas en el aeropuerto de México. Compré revistas. Desayuné. Cuando casi me ahoga la desesperación, llegó Bef. No le gusta despedirse. A mí tampoco. Me sacó del aeropuerto y lo acompañé a desayunar en un restaurante de chinos cerca de la Unidad Kennedy, donde viví mis primeros años. Después me dejó de regreso en el aeropuerto, justo a tiempo para cruzar el control y subirme al avión. "Vamos a hacer como si nos fuéramos a ver mañana o la próxima semana", me dijo. Estuve de acuerdo. Y hasta que me subí al avión, no lloré.

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