2.9.03

Errores en la gramática

Caminábamos. Siempre nos ha gustado conocer las ciudades con un sombrero en la cabeza, huaraches cómodos y un mapa en la mano. Hacía poco un gato amarillo con rayas negras nos había sonreído desde una esquina. Él decía que no, que seguramente se confundió y creyó que éramos otros, parte del barrio. Yo estaba segura de que el gato nos había reconocido.

En el mapa, encontramos cientos de tiendas la mar de interesantes. En una librería que atendía un señor con el cabello pintado de verde y una camiseta que decía "I'm a drunk, not an alcoholic. Alcoholics go to meetings" compramos un tratado sobre la importancia de desflemar las berenjenas antes de cocinarlas. Por supuesto, tenía unas pastas hermosamente violetas. Lo vimos al mismo tiempo y asentimos: acordamos que estaría perfecto frente a la Bromelia, quien seguramente se animaría a florear al verlo de tan bonito color.

La siguiente parada que habíamos planeado hacía que nuestros bolsillos comenzaran a salivar: la leyenda en el mapa (que habíamos sacado del bote de basura afuera del hotel) decía "Tienda de Viejos". No pensábamos en los relojes de bolsillo con diamantes: yo estaba buscando un vestido de flapper con rebordado azul turquesa y él necesitaba un bombín. ¡Qué decir de unas cuántas sombrillas apolilladas! ¡Serían perfectas para el jardincillo de la casa del vecino de enfrente! - Mientras más polilla, mejor. Quizá, estuve de acuerdo, unos espejuelos para ir a la Ópera. E insistí en la suprema necesidad de conseguir zapatillas de seda china. No había más.

Caminábamos comiendo churros con chocolate cuando llegamos a la dirección. "Toque en la puerta amarilla", decía el mapa. Todas las puertas de la calle eran de colores. Yo veía dos amarillas. No, dijo él, una es mostaza. No, dije yo, es amarillo yema de huevo pasada. No, es mostaza. No es amarillo-yema-de-huevo-pasada. No, mostaza. No. Nos cansamos. El me insultó en alemán y yo en francés. Como no nos entendimos, nos dió mucha risa. Entonces caminamos hasta un pequeño mercado cercano (Atendía una mujer con lentes y cabello oscuro. Muy extraña. Hasta traía delantal y veía telenovelas) que nos vendió un frasco pequeño de mostaza.

Regresamos y pusimos mostaza sobre las dos puertas. Esperamos. Al secarse nos dimos cuenta que en la que yo decía que era amarillo-yema-de-huevo-pasada ya no se veía la mostaza. "Seguramente se la tragó", dijo él. Estuve de acuerdo y tocamos en la otra puerta.

Abrió el gato amarillo con rayas negras. Dijo estar muy contento de vernos. Él se sorprendió de ser reconocido y quiso correr, pero el olor a galletas de chocolate lo tranquilizó. Caminamos por un pasillo largo, lleno de nada en las paredes. Al final, un patio. "Esta es la tienda de viejos", dijo el gato. "¿Cómo lo quieren?".

Nos miramos. Le contamos nuestra lista, lo que queríamos comprar. Se quedó pensando y después corrió. El patio era como una sala de espera sin sillas. La voz del gato nos pidió que nos taparamos los ojos. Nos dejamos caer un poco más los sombreros y nos pusimos a vernos los dedos manchados de tierra de ciudad.

Cuando maulló, miramos. Eran dos viejos adorables. Ella vestía un vestido de flapper con rebordado azul turquesa y zapatillas de seda china. El, con smoking, llevaba un bombín y espejuelos para la ópera. Sendas sombrillas colgaban de sus brazos. Llevaban bolsas de galletas de chocolate recién horneadas.

Todo lo demás fue muy rápido. Nos preguntaron sobre nuestros abuelos. Ibamos a comenzar a hablar de su partida cuando sacaron una carpeta de argollas: un albúm fotográfico de nuestros abuelos tomando el sol en una playa imposiblemente azul. Muy hermoso. Después de limpiarnos las lágrimas con el mapa, entendimos qué se vende en una "Tienda de Viejos". Y nos sorprendimos de lo fácil que resulta adoptar un abuelo.

El gato, ser sofisticado como el que más, nos regaló un reloj de bolsillo con diamantes como "premio por nuestro excelente gusto". Nosotros, distraidos con el atardecer y con el vaivén de nuestros nuevos abuelos, lo perdimos de regreso al hotel.

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