19.9.03

El autodestierro (I)

De cuando en cuando - lo más frecuentemente posible - me gusta salir de esta ciudad y reconocer otras. La semana pasada convencí al Duque y después de una serie de peripecias que incluyeron una gran mentira piadosa, tomamos un avión con destino final a San Francisco, CA.

Era un día difícil. Tuve mis temores de viajar en 11 de septiembre, por aquello de la histeria y los aviones estrellados. Pero todo fue más tranquilo de lo esperado. En realidad, por lo menos en el aeropuerto de México, el único problema nos lo ocasionó un oficial mexicano de migración, que se negaba a darme una forma de salida e ingreso al país porque "esa es nada más para mexicanos". Tuve que enseñarle mi pasaporte para que soltara el famoso papelito. Lo que me puso más nerviosa fue pensar que, si no me hago entender en español, ¿cómo espero poder hacerlo en inglés?

Subimos al avión después de la revisión de rutina. La mujer en el mostrador nos dijo que nos iba a dar asientos juntos, pero no nos advirtió que para que esto sucediera nos tenía que mandar a la última fila (esa en la que los asientos no se reclinan y, en los aviones viejitos, se sentía una intensa vibración).

Total, comenzó el vuelo. Los pasajeros eran de lo más variopinto. Alrededor de nosotros, chicanos, un businessman gringo y dos chicas disfrazadas de Frida Kahlo que no hablaban español. El vuelo comenzó más o menos bien, con excepción de que pasamos por una zona de muchísima turbulencia. Después, Jim Carrey y su a veces insoportable All-mighty hicieron su aparición en las pantallitas de televisión.

Todo iba bien. Todavía nos sentíamos un poco nerviosos por la huida y en ese momento ya nos había pegado el cansancio y el hambre. Las azafatas salieron con sus carritos que olían - raro en comida de avión - muy, muy bien... y caminaron hasta el principio del avión. Entre que la aeronave era larga, estaban sirviendo comida caliente con opciones (¿pollo, burrito, carne, vegetariano?) y que el avión estaba lleno de gente problemática, se tardaron una verdadera eternidad. La película se terminó y no nos habían servido de cenar. Comenzábamos a ponernos nerviosos.

Las personas cercanas a nosotros se pusieron pesadas. Las Fridas pelearon a la azafata porque ya no tenía alimentos vegetarianos y "low fat". El businessmen nada más les hizo caras. Cuando llegaron con nosotros ya solamente tenían carne. Nos la ofrecieron como disculpándose. Nosotros moríamos de hambre. No sabemos que tan buena era en realidad, pero nos supo a cielo y estuvimos a punto de besarlas de la emoción.

Luego, las bebidas. Ocúrreseme pedir vino tinto. Sí, por supuesto. La chica se agacha para buscar en el fondo de su carrito y se para con cara de congoja. "Es que ya no hay. Pero seguro guardado. Espérenme". Ni tiempo nos dió de decirle que no era importante, que una Coca Cola sería suficiente. Ella viajó por todo el avión regresando una y otra vez a pedirnos disculpas hasta que regresó con dos vasos servidos: "es que el vino que servimos en Primera no viene en botellas individuales".

(La verdad a mí me dió un poco la decepción. Tenía la negra intención de beberme sólo una de las dos botellitas que te dan y guardar la otra. Lo siento... mis instintos de roedor...)

Nos tomamos nuestro tiempo para cenar mientras ellas recorrían otra vez el avión recogiendo basura. Constantemente regresaban a preguntarnos si necesitábamos algo, en un estilo de atención que yo sólo conocí cuando por error me dieron un boleto en primera. A media cena, una de las chicas llegó con dos botellitas (yupi) y nos las dió. El vuelo siguió sin contratiempos.

Casi al llegar a Los Angeles (vuelo con conexión), la jefa de azafatas se acercó a nosotros. Traía una bolsa de plástico blanca en las manos. Se la extendió al Duque y le dijo: "Muchas, muchas gracias. Es de parte de todas nosotras, porque han sido la pareja más dulce que hemos atendido en el día". En la bolsa había una botella de vino chileno. El Duque me miró iluminado, sonriente. Era un buen augurio.

El paso por el aeropuerto de Los Angeles fue relativamente rápido. El oficial de migración se hizo loco con mis papeles cinco minutos, pero al final me dejó pasar. Salimos a la calle. Teníamos que tomar un camioncito para cambiar de terminal. Nos subimos a uno en el que la mujer que conducía decidió no parar en la terminal a la que teníamos que ir, por lo que le dimos dos vueltas completas al circuito. Muy extraño, en realidad.

El viaje entre Los Ángeles - San Francisco transcurrió sin problemas. El piloto golpeó un pedazo de metal que estaba en la pista antes de despegar, pero sólo nos retrasamos diez minutos. Otra vez nos habían sentado en la última fila, pero ya teníamos demasiado sueño, así que medio nos morimos. Al final, cuando aterrizamos, tuve mi único recordatorio del 11/09 de dos años atrás. La jefa de azafatas (otra) tomó el micrófono y dijo: "Hoy, más que cualquier día, el capitán y todo el equipo les agradecemos que hayan volado con nosotros en United. Esperamos que nuestros compañeros estén en otros cielos amistosos". En realidad, fue un poco triste. Su voz se quebró. Supongo que debe ser duro.

Al llegar a SFO el aeropuerto estaba desierto. Tratamos de buscar un camioncito para que fuera menos caro el transporte al centro de la ciudad, donde estaba nuestro hotel, pero fue inútil. Un hombre con apariencia de Dr. Zhivago se acercó y preguntó si queríamos un taxi. Dijimos que sí. Nos subió a su enorme automóvil color arena y arrancó, se comió la distancia a más de 80 millas por hora.

Al dar una vuelta, pudimos ver el skyline de la ciudad. Como en sincronía, el radio cambió de canción y comenzó Take Five, de Brubeck, una de las canciones favoritas del Duque. Otra vez brilló: esos augurios son felices.

Finalmente llegamos al hotel: una construcción de inicios del siglo pasado, en el corazón del distrito teatral, en la esquina de Geary y Taylor. Descendimos del auto y el Duque le preguntó al conductor su nombre: por supuesto, se llamaba Omar (lo de Shariff ya no lo confirmamos... creo que nos hubiera dado miedito).

Nos registramos y subimos a morirnos a una habitación pequeñita pero suntuosa, que tenía un armario de madera pesada y una cama con dosel. Una ventana que daba a un callejón que daba a la calle Taylor. En la esquina del callejón y Taylor, una casa de masajes con decenas de foquitos rojos llamada "Les nuits de Paris". Aunque parezca extraño, algo en eso me ayudó a dormir mejor.

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