Con frecuencia, mi querida Do me recuerda que uno debería de hacer en la vida eso que se pone a hacer en lugar de hacer lo que tiene que hacer. Mi problema es que yo me pongo a hacer muchas cosas: usualmente a leer, a escribir... y a cocinar.
Finalmente, con un poco de retraso, llegó el otoño. Todavía está un poco tímido, así que me puedo dar el lujo de salir sin calcetines. Pero sé que no hay que darle demasiadas confianzas. En cualquier momento sopla un viento increíblemente frío y sabes que tenías que haber sacado una chaqueta un poco más gruesa. Se puede vivir sin problemas: finalmente, es entrenamiento.
Y sin embargo, cuando empieza este frío, me doy cuenta que a mi casa le falta algo. Que con tantas idas y venidas y a pesar de las flores que ya compré la semana pasada, hay algo vacío. La nevera, por ejemplo. He estado comiendo de supervivencia, de recetas de cinco minutos. Cuando uno cocina para uno mismo, a veces (pocas), se esmera. A veces lo que gana es la practicidad.
El otoño es el momento para abrazar (que no abrasar) los muros de mi casa con el calor de los fogones. Utilizo siempre a mis abuelos como excusa y al Día de Muertos como inicio, pero hoy ya no puedo más. Mientras algunos niños corretean por el barrio disfrazados, yo salí y compré provisiones para un regimiento. He estado dándole vueltas a mi recetario toda la tarde y ya está elegido el menú: un par de valores seguros y un par de estrenos que espero sean del agrado no solo de esta cocinera, sino también de los comensales.
En mi corazón, en mi casa, estoy preparando esa fiesta para agradecer el cariño que hace calientitos los otoños y los inviernos, que convierte las cuatro paredes en un hogar. Hoy es uno de esos días en que quieres que tu casa huela a pan de muerto, a chocolate, a molito, a tortillas recién hechas, a gente, a fiesta... a casa, pues...
Dejo de escribir. Me pongo a los fogones, a ese amor, a ese hogar.
31.10.13
23.10.13
Cinco mínimas telefónicas
A veces envías un mensaje de texto porque parece que fuera algo más allá que un whatsapp o un email - como si volara por unos cables distintos que, además de palabras, también pueden transportar abrazos, paciencia, deseos de mejores tiempos. A veces lees la respuesta y, entre líneas, sonríes, porque descubres también ahí abrazos, paciencia, deseos de mejores tiempos.
+ + + + +
Durante la noche, la voz se hace más grave. Tus llamadas, más íntimas. Y de pronto te encuentras, en la intimidad del anden del metro, hablando de nada serio con la voz que te había hecho tanta falta. Y ahí, en medio de toda la gente esperando al último metro, sabes que así se sentía la compañía que estabas esperando.
+ + + + +
Como si no fuera suficiente uno, mis dos padres (y tres tías) trabajaban en la teléfonica. Así, mi casa está llena aquí y allá de aparatos, recuerdos, momentos, imágenes... que llevan un teléfono. De ahí mi relación personal con los aparatos. Y con aquella frase que se decía, regañonamente, en casa: "El teléfono es para acortar distancias, no para alargar conversaciones"... Pobres ingenuos de nosotros. Entonces, todos juntos en un sitio, no habíamos descubierto que las conversaciones largas que casi eliminan (o por lo menos marean) a las distancias, haciéndoles creer que no están ahí.
+ + + + +
Es el día de su cumpleaños. El primer cumpleaños desde que se fue. Providencialmente, hoy tiene su nuevo número telefónico. Le llamas y se escucha todo mal. Pero la escuchas. Y recuerdas que son las voces las que mantienen bien abrigados a los recuerdos en el corazón.
+ + + + +
No llamarías a una hora poco prudente - por aquello de la prudencia, las buenas costumbres, la perfecta corrección. Y sin embargo, cuántas veces te has despertado en medio de la noche pensando que sí, es cierto, podrías llamarle para contarle el sueño, la pesadilla, la solución al problema imposible de física... pero el teléfono te parece un poco demasiado frío, informal, lejano, plástico, electrónico para que por ahí quepa todo lo que en realidad quisieras decirle.
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Durante la noche, la voz se hace más grave. Tus llamadas, más íntimas. Y de pronto te encuentras, en la intimidad del anden del metro, hablando de nada serio con la voz que te había hecho tanta falta. Y ahí, en medio de toda la gente esperando al último metro, sabes que así se sentía la compañía que estabas esperando.
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Como si no fuera suficiente uno, mis dos padres (y tres tías) trabajaban en la teléfonica. Así, mi casa está llena aquí y allá de aparatos, recuerdos, momentos, imágenes... que llevan un teléfono. De ahí mi relación personal con los aparatos. Y con aquella frase que se decía, regañonamente, en casa: "El teléfono es para acortar distancias, no para alargar conversaciones"... Pobres ingenuos de nosotros. Entonces, todos juntos en un sitio, no habíamos descubierto que las conversaciones largas que casi eliminan (o por lo menos marean) a las distancias, haciéndoles creer que no están ahí.
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Es el día de su cumpleaños. El primer cumpleaños desde que se fue. Providencialmente, hoy tiene su nuevo número telefónico. Le llamas y se escucha todo mal. Pero la escuchas. Y recuerdas que son las voces las que mantienen bien abrigados a los recuerdos en el corazón.
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No llamarías a una hora poco prudente - por aquello de la prudencia, las buenas costumbres, la perfecta corrección. Y sin embargo, cuántas veces te has despertado en medio de la noche pensando que sí, es cierto, podrías llamarle para contarle el sueño, la pesadilla, la solución al problema imposible de física... pero el teléfono te parece un poco demasiado frío, informal, lejano, plástico, electrónico para que por ahí quepa todo lo que en realidad quisieras decirle.
17.10.13
Aniversario
Esto no es una declaración de amor. Es una confirmación de amor.
Lo nuestro, pongámoslo así, fue un matrimonio de conveniencia. Más o menos algo sabía yo de ella, pero no estaba convencida de que fuera lo mejor para mi. Sin embargo, fríamente, había algo de conveniente en estar ahí/aquí. Y por eso vine.
Lo extraño es que parece que fue ayer. Lo extraño es que, cuando miro las fotografías, las agendas, los calendarios, sé que han pasado ya nueve años. Nueve. Y nos hemos aguantado. Yo he ido y venido. Ella se queda aquí, siempre, cambiante, majestuosa a ratos, farragosa a otros.
Decía Sabines que "los amorosos se ríen de los que creen en el amor como en una lámpara de inagotable aceite". Ella y yo sabemos que nuestro amor es más delicado que los narcisos de primavera. Que es frágil y se rompe. Se ha vaciado tantas veces de aceite esa lámpara... Nos hemos peleado tantas veces... Yo me he ido tantas veces... Y sin embargo, al volver, al mirar su geografía desde la ventana del avión más de una vez se me han saltado las lágrimas. Como volver a mirar un cuerpo y decir: "te reconozco. Y en cada imperfección de tu cuerpo, en cada falta, también te amo. En cada momento que hemos estado separadas, peleadas, hartas la una de la otra, te amo".
Me quejaría de que no dice nada. Pero no es verdad. Ella me habla, todos los días. A veces, cuando estoy receptiva, escucho sus quejas o sus mimos. Y lo cierto es que aquí, bajo sus brazos, bajo su cielo protector, me sigo construyendo. Me descubro cada día quien soy - quizá un poco más fuerte, un poco más vieja, ojalá un poco más sabia.
No tengo verguenza frente a ella. Lloro sin angustias en sus calles, en su frente marítimo, en sus rincones. Igualmente me carcajeo, como con la boca abierta, me tiendo a dormir en sus parques mullidos bajo su luz tamizada de nubes. Y así, en silencio, nos abrazamos y nos sentimos un poco más la una de la otra. Agradecemos - yo agradezco - la bendita coincidencia, el matrimonio de conveniencia que me trajo hasta aquí.
Feliç Aniversari, Barcelona. T'estimo como només a tu podria estimar-te.
Lo nuestro, pongámoslo así, fue un matrimonio de conveniencia. Más o menos algo sabía yo de ella, pero no estaba convencida de que fuera lo mejor para mi. Sin embargo, fríamente, había algo de conveniente en estar ahí/aquí. Y por eso vine.
Lo extraño es que parece que fue ayer. Lo extraño es que, cuando miro las fotografías, las agendas, los calendarios, sé que han pasado ya nueve años. Nueve. Y nos hemos aguantado. Yo he ido y venido. Ella se queda aquí, siempre, cambiante, majestuosa a ratos, farragosa a otros.
Decía Sabines que "los amorosos se ríen de los que creen en el amor como en una lámpara de inagotable aceite". Ella y yo sabemos que nuestro amor es más delicado que los narcisos de primavera. Que es frágil y se rompe. Se ha vaciado tantas veces de aceite esa lámpara... Nos hemos peleado tantas veces... Yo me he ido tantas veces... Y sin embargo, al volver, al mirar su geografía desde la ventana del avión más de una vez se me han saltado las lágrimas. Como volver a mirar un cuerpo y decir: "te reconozco. Y en cada imperfección de tu cuerpo, en cada falta, también te amo. En cada momento que hemos estado separadas, peleadas, hartas la una de la otra, te amo".
Me quejaría de que no dice nada. Pero no es verdad. Ella me habla, todos los días. A veces, cuando estoy receptiva, escucho sus quejas o sus mimos. Y lo cierto es que aquí, bajo sus brazos, bajo su cielo protector, me sigo construyendo. Me descubro cada día quien soy - quizá un poco más fuerte, un poco más vieja, ojalá un poco más sabia.
No tengo verguenza frente a ella. Lloro sin angustias en sus calles, en su frente marítimo, en sus rincones. Igualmente me carcajeo, como con la boca abierta, me tiendo a dormir en sus parques mullidos bajo su luz tamizada de nubes. Y así, en silencio, nos abrazamos y nos sentimos un poco más la una de la otra. Agradecemos - yo agradezco - la bendita coincidencia, el matrimonio de conveniencia que me trajo hasta aquí.
Feliç Aniversari, Barcelona. T'estimo como només a tu podria estimar-te.
11.10.13
Menú de día nublado
Hoy llueve. El otoño está haciendo un ensayo general y cayó de golpe sobre las calles de Barcelona. Salí de casa a firmar papeles, a preparar clase... Con frío. Después de un rato, me di cuenta que lo que necesitaba era una sopa. De pollo. Vietnamita.
Ahí los encontré. Me senté a su lado sin reparar - por lo menos inicialmente - en su lenguaje no-verbal que decía: "qué nervios".
Se conocen imagino por amigos comunes. Pero perfectamente podría ser su primera cita después de haber hablado mucho por Internet. Ella está a punto de quedarse sin trabajo. Él sí tiene, pero en precario, mientras escribe la tesis doctoral. Comen de menú. Hablan de su infancia. De las cosas que les gustan. Él cuenta que en Portugal tiene una casa de campo que era de su abuelo, que quiere remozar. "Pensé que a estas alturas de la vida ya podría hacerlo... pero ya ves". Hay un punto, pequeño, de amargura, pero más bien suena a complicidad. Ella le cuenta, con su acento argentino, que sus padres se regresaron a un pueblecito de Madrid donde había crecido su abuelo. "Imagínate - hay tan poca gente que sólo hay un policía y sólo trabaja las mañanas. A veces lo ves ayudando al cartero porque está aburrido de no tener nada que hacer".
Comí exageradamente lento. No quería irme. Fingía atender al teléfono o a la novela que tenía sobre la mesa - tendré que volver a leer esas páginas. Quería verlos, encerrar un poquito esas risas tímidas, esa voz un poco más baja de lo habitual, ese ambiente de intimidad en público al que me estaba inmiscuyendo.
Sé que a los dos les gusta el karaoke, aunque les da un poco de pena. Que él casi nunca come postre porque prefiere la comida salada y por lo general come mucho: "no tengo más hambre al llegar al postre". Pero, a pesar de todo, ella pidió helado de chocolate y él pastel de coco. Y, en un arranque de confianza, él le dijo: "¿quieres probar?".
Enterraron la cuchara en el postre del otro y era como haber roto uno de esos muros que construimos para protegernos, para separarnos. Entonces sentí verguenza de husmear en su intimidad y salí de ahí, los dejé terminar.
"¿Estuvo todo bien?", me dijo la chica de la barra mientras pagaba. "Todo perfecto. Mil gracias".
Pho-ga y esperanza son un buen menú de mediodía para un día nublado.
Ahí los encontré. Me senté a su lado sin reparar - por lo menos inicialmente - en su lenguaje no-verbal que decía: "qué nervios".
Se conocen imagino por amigos comunes. Pero perfectamente podría ser su primera cita después de haber hablado mucho por Internet. Ella está a punto de quedarse sin trabajo. Él sí tiene, pero en precario, mientras escribe la tesis doctoral. Comen de menú. Hablan de su infancia. De las cosas que les gustan. Él cuenta que en Portugal tiene una casa de campo que era de su abuelo, que quiere remozar. "Pensé que a estas alturas de la vida ya podría hacerlo... pero ya ves". Hay un punto, pequeño, de amargura, pero más bien suena a complicidad. Ella le cuenta, con su acento argentino, que sus padres se regresaron a un pueblecito de Madrid donde había crecido su abuelo. "Imagínate - hay tan poca gente que sólo hay un policía y sólo trabaja las mañanas. A veces lo ves ayudando al cartero porque está aburrido de no tener nada que hacer".
Comí exageradamente lento. No quería irme. Fingía atender al teléfono o a la novela que tenía sobre la mesa - tendré que volver a leer esas páginas. Quería verlos, encerrar un poquito esas risas tímidas, esa voz un poco más baja de lo habitual, ese ambiente de intimidad en público al que me estaba inmiscuyendo.
Sé que a los dos les gusta el karaoke, aunque les da un poco de pena. Que él casi nunca come postre porque prefiere la comida salada y por lo general come mucho: "no tengo más hambre al llegar al postre". Pero, a pesar de todo, ella pidió helado de chocolate y él pastel de coco. Y, en un arranque de confianza, él le dijo: "¿quieres probar?".
Enterraron la cuchara en el postre del otro y era como haber roto uno de esos muros que construimos para protegernos, para separarnos. Entonces sentí verguenza de husmear en su intimidad y salí de ahí, los dejé terminar.
"¿Estuvo todo bien?", me dijo la chica de la barra mientras pagaba. "Todo perfecto. Mil gracias".
Pho-ga y esperanza son un buen menú de mediodía para un día nublado.
9.10.13
Nueve meses, tres años, un día
Ayer celebramos su cumpleaños. A deshoras, después de mi clase de la noche, en una anónima habitación de hotel. La mudanza había sido 24 horas antes y ya no tenían casa, pero sí una terraza que dominaba Barcelona. Allá, afuera, estaba la ciudad. Pero él tenía fiebre, su madre y yo estábamos cansadas; no hacia frío pero sí ese clima destemplado que anticipan las despedidas. Mientras él chapoteaba en la tina ("es un baño graaaande, mamá"), ella y yo tomábamos prosecco rosado de un vaso de plástico y hablábamos. Como si hoy (entonces mañana) no existiera.
Hablábamos de los viajes recientes, de los pasados, de los mensajes en el teléfono y en las redes sociales. De nuestro café favorito. De las manchas en la ropa. De los antiguos amores. No hablamos de las despedidas.
No llegamos juntas aquí. No nos iremos juntas. Pero justo a él yo lo conocí desde el principio - quiso la vida que su madre y yo nos conociéramos cuando le habían confirmado su embarazo. Lo ví crecer en ella, nacer, y convertirse en esa especie de emperador que habla sin parar y que, cuando me ve, corre a abrazarme. Me da besos. Se queda conmigo a leer o a ver la televisión.
Vivir en una ciudad como esta, de paso, nos hace acostumbrarnos a despedirnos. Gente va y viene. Pero en esta ciudad decidimos crecer, elegir, llorar, enamorarnos, parir, construir. Un día, sin embargo, parece que sale nuestro número y toca irse. Elegir - no lo que sigue, sino lo que realmente importa.
Hoy llegó ese día.
Él, con su cumpleaños tan fresquecito, me dijo adiós desde el arco de seguridad de la estación de tren. Los adultos éramos los que nos enjugábamos las lágrimas. Él iba emocionado de subirse en el tren, de viajar, de ver a su abuelo.
Lo entiendo. A mi también me emociona viajar.
Y en la estación de tren, en cuclillas, sintiendo su cuerpecito pequeño contra el mio y sus bracitos rodeando mi cuello me acordé - una vez más - que soy afortunada. Que él y su madre entraron en mi vida para regalarme calma, fé, amor. Que las despedidas, a fin de cuentas, son parte del amor. Y que cuando cuente mis bendiciones ellos estarán, a pesar de que haya trenes o aviones que nos separen.
Hablábamos de los viajes recientes, de los pasados, de los mensajes en el teléfono y en las redes sociales. De nuestro café favorito. De las manchas en la ropa. De los antiguos amores. No hablamos de las despedidas.
No llegamos juntas aquí. No nos iremos juntas. Pero justo a él yo lo conocí desde el principio - quiso la vida que su madre y yo nos conociéramos cuando le habían confirmado su embarazo. Lo ví crecer en ella, nacer, y convertirse en esa especie de emperador que habla sin parar y que, cuando me ve, corre a abrazarme. Me da besos. Se queda conmigo a leer o a ver la televisión.
Vivir en una ciudad como esta, de paso, nos hace acostumbrarnos a despedirnos. Gente va y viene. Pero en esta ciudad decidimos crecer, elegir, llorar, enamorarnos, parir, construir. Un día, sin embargo, parece que sale nuestro número y toca irse. Elegir - no lo que sigue, sino lo que realmente importa.
Hoy llegó ese día.
Él, con su cumpleaños tan fresquecito, me dijo adiós desde el arco de seguridad de la estación de tren. Los adultos éramos los que nos enjugábamos las lágrimas. Él iba emocionado de subirse en el tren, de viajar, de ver a su abuelo.
Lo entiendo. A mi también me emociona viajar.
Y en la estación de tren, en cuclillas, sintiendo su cuerpecito pequeño contra el mio y sus bracitos rodeando mi cuello me acordé - una vez más - que soy afortunada. Que él y su madre entraron en mi vida para regalarme calma, fé, amor. Que las despedidas, a fin de cuentas, son parte del amor. Y que cuando cuente mis bendiciones ellos estarán, a pesar de que haya trenes o aviones que nos separen.
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