Había una lección en el jardín de infancia que no terminaba de quedarme clara cuando era niña: la de las estaciones. Sí, primavera, verano, otoño e invierno pero yo no tenía muy claro dónde estaban las diferencias. Yo, que crecí cerca del trópico de Cáncer, donde básicamente hay dos estaciones: la de lluvia y la de secas. Dos semanas de calor loco en mayo y dos de frío en diciembre/enero. Y se acabó.
Al mudarme de este lado del mar y bastante más al norte, empecé a entender esos cambios paulatinos de los que hablaban los libros. Sobre todo los del tiempo intermedio que dan lugar, entre otras cosas, a prendas hasta ahora desconocidas para mí como los "abrigos de entretiempo". Ver las hojas que se ponen amarillas y caen en el otoño y los días de primavera que no, no señores, no son de calor. Son de viento y luego lluvia y luego calor diez minutos y luego lluvia otra vez y un poquito de sol y cada vez más largos y cada vez más verdes. Se ve la primavera también en las flores que salen (menos aquí, más en otras tierras que he pasado mucho tiempo). Y también se ve la primavera en otra cosa, algo que me hace recordar a mi ciudad natal: en el olor.
Si caminas en Barcelona tarde por la noche en abril y mayo, en un momento del día que no hay tanto smog que te distraiga la nariz, de pronto encontrarás ese delicado olor de las flores que comienzan a surgir en ciertos árboles. A veces blancas, a veces rosadas, a veces amarillas... y el olor varía. Y me hace recordar y añorar el jazmín y los naranjos que, si caminas de noche en abril y mayo por ciertas calles del centro de Guadalajara, todavía puedes percibir.
Es un olor discreto, como una promesa. Como la primavera, en sí: un poco voluble y movible, pero que de alguna manera te asegura esas cosas que esperas y que llegarán pronto - en el verano. Sabes las ansías que tienen de que lleguen pronto - pero también agradeces saber anticiparlas. Lo agradeces porque tienes fé en que estarán ahí.
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