Anoche dormí pocas horas. Me rondaban las entrevistas de trabajo, las tesinas, los cuentos nunca terminados, las novelas sin iniciar, la planta que se está secando en la sala, la necesidad de estar en otro lado. Los muertos de las series policiacas. Los mosquitos tempraneros. La imagen que utilice para explicarle a un amigo que, como las olas del mar, no sé si vengo o voy...
Amanecí temprano. Desde la cama, envié correos, hablé con mis hermanos, ví amanecer. Para cuando era hora de ir al gimnasio parecía más bien hora de comer. Para cuando era momento de volver a trabajar, mi casa se me echó encima como un gran monstruo de mugre e imperfección. Entonces cambié las sábanas, lavé la ropa, aspiré, pulí los pisos, cambié las macetas de lugar, reacomodé la planta moribunda, redistribuí los muebles de la sala, los volví a poner en su lugar, limpié el horno, el microondas, la cafetera, el refrigerador.
Pausa. Ahora sí era hora de comer algo. Abrí una lata. Ví Los Simpson. Lavé los trastes. Tocaba la terraza.
Me gusta estar sola en casa - sobre todo despierta, sobre todo cuando no tengo miedo de los ruidos. Me gusta encontrar que es mi casa, mi espacio, el construido por mí. Esa pequeña y a la vez infinita autocomplacencia de decir: "yo lo hice para mí. Qué buena soy conmigo". Y entonces, distraída, te levantas de golpe y pegas con la espalda en ese nopal espinoso que tienes en una maceta - nostálgica botánica.
Y el nopal te deja un montón de espinas... aunque tú crees que no es ninguna. Después de dos minutos, la incomodidad te hace quitarte con cuidado la camiseta, exponiendote al sol tímido de marzo y los ojos no tan tímidos de los vecinos. De regreso en casa, ante el espejo, siete u ocho púas del cactus en tu espalda --- justo ahí donde no alcanzas.
Y pruebas primero con la mano. Luego con unas pinzas para depilar. Y con otras. Te mueves el sostén, te retuerces para alcanzarte. Ves como tu espalda está roja y llena de manchas que ceden conforme vas sacando, una a una, las púas. Resoplas. Bendices la carga de cortisona que ya está en tu sistema y está luchando de paso con la inflamación de tímpanos y lo que sea que te dejó el nopal adentro. Queda una púa. Una. Casi la sacas. Se rompe. Ves el pequeño pedazo.
Es tan patético como quedarte enredada en un vestido que no puedes abrochar o desabrochar, como cortarte con un vaso y no poder hacer un drama, como encontrarte una cucaracha y tener que matarla tú. No hay nadie. Como deseabas.
Logré sacarme el pedacito de púa con esfuerzos y me pasé la mano y el cabello (como decía mi madre) para evitar restos. Y ahora necesitaba contarle a alguien.
Porque a veces necesitas que esté alguien cuidándote la espalda.
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4 comentarios:
Cin, siempre es necesario que nos cuiden la espalda.
Saludos.
que lata lo que te pasó... y sí, concuerdo contigo, a veces es necesario que alguien te cuide la espalda, pero más necesario aún tener alguien que te ayude a quitar los obstáculos espinosos del camino...
un abrazo
Lo bonito es darte cuenta que hay quien lo haga, tanto real como metafóricamente... como que te lean, por ejemplo :D Saludos a los dos.
Aggg yo por más que lo intento, me da mucha "hueva" limpiar mi cuarto xD no quiero ni imaginar cómo será cuando viva sola...
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